E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Tomando una serie de decisiones lógicas, la administración Obama se ha dispuesto sola en una posición ilógica e incómoda. El presidente está diciendo al sector del automóvil que se organice o fenezca mientras al mismo tiempo pregunta educadamente a Wall Street, cuya avaricia provocó esta crisis económica, si no sería tan amable de aceptar otro montón de dinero del contribuyente como ayuda.

General Motors y Chrysler llevan décadas siendo compañías achacosas. Pero no estarían en las últimas, perdiendo dinero a mansalva como nunca antes, si la demanda del consumidor no se hubiera despeñado en caída libre. ¿Y por qué deja repentinamente la gente de comprar coches? Porque o bien la gente no logra que le aprueben el crédito, o no cree que sea inteligente realizar una compra importante con la economía en un estado tan desastroso.

Tanto el endurecimiento del crédito como la reticencia del consumidor a gastar cualquier dinero del que disponga son resultado directo de la atroz mala gestión de Wall Street. Pero el plan de la administración para rescatar al sector bancario implica abundantes estímulos, considerables subsidios y la oportunidad de que los inversores ricos se hagan aún más ricos al tiempo que asumen riesgos muy pequeños. Existen motivos para estructurar el rescate bancario de esta forma, y existen motivos para adoptar una postura inflexible con la industria del automóvil. Pero la yuxtaposición es irritante -y, para muchos de los trabajadores del sector del automóvil, potencialmente devastadora.

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«No podemos seguir excusando las malas decisiones,» decía el lunes el Presidente Obama mientras dejaba las cosas claras al sector automovilístico. Pero es difícil casar esas declaraciones con las políticas que parecen excusar, por no decir recompensar, decisiones inefablemente malas tomadas en Wall Street.

No puedo poner en tela de juicio la decisión de la administración de obligar al consejero delegado de GM Rick Wagoner a dimitir. Fue hasta esperanzador ver emplear a la Casa Blanca ese tipo de presión política, teniendo en cuenta el hecho de que el presidente tiene que supervisar ahora una parte importante de la economía. ¿Pero la primera flagelación pública no debería haber sido la de uno de los banqueros que nos metieron en este lío? El viernes, el día en que se daba la patada a Wagoner, los pesos pesados de Wall Street acudían a la Casa Blanca para asistir a una reunión cordial. Todos conservaban sus empleos cuando se fueron.

El delito de Wagoner consistió en no sacar a GM de una situación insostenible que heredó, aunque debería observarse que lleva más de 30 años en la empresa, tiempo más que sobrado para ser considerado parte del problema. Sus defensores afirman que en los últimos años manifestaba que había visto la luz del tipo de coches que los estadounidenses querrían comprar, y también señalan su éxito a la hora de acaparar cuota de mercado para GM en el exterior. Tal vez no había forma de sacar a la compañía de los destructivos costes «heredados» que suponen las prestaciones por jubilación que ofrecía. Pero si llegó a hacer algún progreso cambiando la cultura de la empresa y convirtiendo GM en una máquina de fabricar coches esbelta y ecológica, a primera vista no se ve.

Obama dio a GM un plazo de 60 días para proponer algún tipo de plan radical de reestructuración que garantice un futuro viable para la empresa. Fue un arreglo mejor que el ofrecido a la desafortunada Chrysler, que apenas tiene 30 días para completar una fusión con la italiana FIAT o enfrentarse a su desmantelamiento.

Dado que Daimler-Benz fue incapaz de sacar partido a Chrysler, es difícil imaginar que FIAT lo vaya a hacer mejor -siempre suponiendo que un acuerdo entre ambas empresas pueda alcanzarse. La compañía que nos dio el monovolumen, una de las innovaciones de más éxito en la historia del sector, es probablemente un paquete.

GM, por otra parte, tiene lo que equivale a una garantía de la Casa Blanca de que continuará, en alguna forma, incluso si no logra reinventarse antes de agotar el plazo y tiene que someterse a concurso de acreedores. En cualquier caso, la GM del futuro será probablemente más pequeña que la GM de hoy. Es casi seguro que habrá que cerrar plantas e interrumpir cadenas de producción.

Tal vez ésta sea la solución menos destructiva para la plantilla de GM. Vale la pena precisar, no obstante, que los 17.400 millones de dólares que el gobierno federal ha regalado a GM y Chrysler desde que el pasado otoño el mercado automovilístico hiciera aguas son calderilla en comparación con el más de un billón de dólares que hemos despilfarrado en el sector financiero.

Nuestro mensaje disciplinario a los bancos debería ser: ¿les importaría, siendo posible, prestar parte de ese dinero que les dimos? Si no supone un gran problema, quiero decir. ¿Y desean otra almohada?

 Eugene Robinson
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