E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Esto es una presidencia extrema. Los decretos de Barack Obama por sí solos serían suficiente para el primer mes de cualquier administración entrante: decretar el final de la tortura y de Guantánamo, ampliar la cobertura sanitaria pública a más niños, invertir políticas de la era Bush relativas a planificación familiar. Que la Casa Blanca también lograra la aprobación en el Congreso en tiempo récord de una ley de gasto de un tamaño y un alcance sin precedentes -diseñada tanto para proporcionar estímulo económico como para reordenar las prioridades de la nación- es asombroso como poco.

Ahora es momento de que la administración se ponga a trabajar. Para su próximo número, Obama tiene que fijar los parámetros de un nuevo papel presidencial al que no aspiró pero no puede evitar: dirigir los grandes sectores de la economía del sector privado que ahora se describirían mejor como semiprivados en el mejor de los casos.

Esta semana, ejecutivos de General Motors y Chrysler van a dar parte de sus progresos transformándose en máquinas serias y dinámicas de fabricar vehículos, capaces de llevar a la industria estadounidense a una nueva edad de oro. También explicarán que necesitan algo más de dinero, y pronto, o sufrirán un accidente fatal. GM, que consiguió una inyección inmediata de 9.400 millones de dólares de las arcas públicas hace apenas dos meses, quiere los 4.000 millones de dólares restantes que aprobó la administración Bush; Chrysler, que recibió 4.000 millones de dólares en diciembre, necesita con urgencia 3.000 más.

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Tal vez sólo sea la nostalgia de la cultura automovilística de mi juventud siendo miembro de la generación post Segunda Guerra Mundial, pero yo creo que es una buena idea que Estados Unidos disponga de una industria automovilística nacional. ¿Queda algún hombre o alguna mujer que crea seriamente que éstas van a ser las últimas peticiones de fondos del rescate de Washington por parte de los fabricantes de coches? GM, por lo menos, ha hecho una labor decente de ampliación de su cuota de mercado a ultramar, de forma que tal vez sea ése un marco para que la compañía se reinvente. El porcentaje de mercado de Chrysler es tan escaso que me pregunto si existe alguna alternativa aparte de sacar a subasta lo que queda de la compañía.

Obama ha abandonado sus planes de nombrar un «zar del automóvil» para supervisar la ayuda pública a las compañías del automóvil, trasladando la labor en su lugar a un grupo de trabajo de alto nivel. Hasta la fecha, el presidente se ha negado a examinar una cuestión capital de frente: ¿pueden GM o Chrysler volver a prosperar alguna vez bajo la dirección actual? Si los tres grandes fabricantes no van a convertirse en el único fabricante -Ford está logrando salir adelante por su cuenta- Obama y el Congreso van a tener que supervisar GM y Chrysler casi como una junta directiva. Adelante, ríase, pero que alguien me explique cómo podría Washington obtener con estas dos empresas resultados peores que los que tiene el sector.

El problema de la industria automotriz es pan comido en comparación con lo que se enfrenta Obama en el sector financiero. Gracias a una enmienda que el Senador Christopher Dodd, D-Conec., añadió a la ley de estímulo, Washington tiene ahora control sobre las primas y los paquetes de compensación de las compañías financieras que han recibido fondos del Programa de Ayuda a Activos sin Liquidez de 700.000 millones de dólares de la administración Bush: ya no habrá más bonificaciones de ocho ceros para las «lumbreras» de Wall Street cuya ciencia infusa ayudó a defenestrar a sus empresas y a buena parte de la economía con ellas.

Dodd añadió una medida legislativa que facilita que las firmas inquietadas por las restricciones impuestas por Washington -en lo relativo a las bonificaciones, por ejemplo- abandonen el programa. Los detalles son complejos, pero lo importante es que los bancos y las demás instituciones financieras que estén relativamente saneadas bien podrían empezar a abandonar el programa. La imagen que se daría es que las empresas acogidas al programa están relativamente enfermas -y la gente tiende a sentirse incómoda con la idea de depositar su dinero en un banco que se puede describir como relativamente enfermo.

El Secretario del Tesoro Timothy Geithner ha combatido la transparencia dentro del programa de rescate que permitiría a todo el mundo conocer los bancos que sufren neumonía y los bancos que tienen un simple catarro. Mi intuición me dice que el criterio neumonía-catarro sería manifiesto, con o sin la enmienda de Dodd. En cualquier caso, si uno de nuestros grandes bancos fuera percibido como en riesgo de quiebra -convirtiéndose, en la práctica, en un banco zombi- la administración Obama no tendría otra opción que nacionalizarlo.

Después está el problema de la vivienda, que podría ser el más difícil de todos. Las ejecuciones hipotecarias y el valor de la vivienda en caída libre constituyen el corazón de la crisis económica. O millones de estadounidenses pierden sus casas, o bien millones de contratos de hipotecas tienen que ser modificados de alguna manera. No es una opción atractiva.

Todo lo que quería Barack Obama era ser presidente. Podría acabar siendo directivo del sector del automóvil, banquero, corredor hipotecario y quién sabe qué más antes de finalizar la crisis.

 Eugene Robinson

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