Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. En 1992, Francis Fukuyama publicó un libro que llevaba el que podría ser el mejor título utilizado nunca: «El fin de la historia y el último hombre». En él, defendía la tesis de que el final de la Guerra Fría representaba el triunfo de la democracia liberal como «la forma definitiva de gobierno humano». Recientemente, Sergey Brin, co-fundador de Google y caballero reflexivo, se atrevía a disentir. La Gran Muralla de China se interponía.

Google, como debe usted saber, ha abandonado el territorio soberano de China y ha trasladado sus operaciones a Hong Kong. La compañía adoptó esta medida después de haber sido pirateada en China por personas que aparentemente pretendían espiar el correo electrónico de disidentes chinos. Los que conocen a Brin, no obstante, afirman que la piratería informática fue sólo la gota que colmó el vaso. Sobre todo, estaba cansado de respetar las políticas censoras de China que, según dijo durante una breve entrevista en The Wall Street Journal, se habían vuelto progresivamente más severas tras las Olimpiadas de 2008. En cuanto el mundo desvió la atención, China se dejó de contemplaciones.

Para Brin, esto supuso una especie de decepción personal. ?l es inmigrante ruso e hijo de un caballero que sufrió bajo el antiguo régimen comunista. Es una de esas personas que pensó que el aperturismo de China hacia las empresas estadounidenses liberalizaría el país. Por encima de todo, Internet iba a obrar milagros. Era la máquina liberalizadora definitiva — un medio de comunicación que en virtud de su naturaleza misma podría evadir a los censores con sus antediluvianos y torpes rotuladores rojos. Bill Clinton, que no era especialmente ingenuo, dio con el cliché en la diana cuando en el 2000 se burlaba de la tentativa de China de controlar la red: «Buena suerte. Eso es como acolchar la muralla clavando gelatina». Mire ahora: la gelatina cubre la muralla.

Tal vez más a mi favor, la nota optimista puesta por Fukuyama entre otros ha sido contundentemente cuestionada, por no decir refutada, por los chinos. Su versión de progreso, destacan ellos, no es la nuestra. La libre expresión de ideas conduce al caos. La disidencia es traición. China es demasiado ingobernable para no ser administrada con dureza y sin piedad. Internet no debería ser una fuerza de liberalización. Debe ser una fuerza utilizada para promover la conformidad. Que florezcan mil flores intelectuales – mientras den flores idénticas.

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Lo que resulta especialmente escalofriante de la postura de China es que no se anda con remilgos. Desde Pekín no llegan equívocos endulzados o problemas de conciencia – la afirmación numantina de que no hay ninguna censura o, como en la antigua Unión Soviética, la insistencia en que todas aquellas personas de aspecto severo que se veían por la calle en realidad estaban pletóricas de felicidad. Por el contrario, los chinos dicen que su sistema es suyo – lo tomas o lo dejas. Brin y Google optaron por dejarlo.

Cito ahora el informe de la situación de los derechos humanos en China este año elaborado por el Departamento de Estado: «El 8 de febrero, Li Qiaoming fue presuntamente golpeado hasta morir en un centro de detención… Los alguaciles afirmaron inicialmente que falleció tras chocar accidentalmente contra una pared durante una partida ‘del escondite'».

Cito algo más: «En marzo Li Wenyan falleció bajo custodia… El rotativo oficial Xinhuá cita a un alto funcionario de prisiones afirmando que Li murió mientras sufría ‘una pesadilla'».

Podría citar más. Pero la idea es que esto es China y es donde las empresas estadounidenses han elegido hacer negocios. Entiendo las limitaciones y los imperativos – la amoralidad de los negocios, las virtudes de la rentabilidad, la creencia en que el capital accionarial tiene prioridad sobre los derechos humanos, el considerable tamaño de ése enorme mercado y cómo, mira por dónde, si se pudiera abrir una planta en China podría hacer que ese país se pareciera un poco más a Suiza.

Esta hipocresía flagrante es el motivo de que virtualmente ninguna empresa estadounidense se haya unido a Google – ni Microsoft ni Yahoo – o anunciado que no puede hacer negocios en un lugar en el que la gente es secuestrada por la policía y ejecutada sin al menos un juicio de cara a la opinión pública. Los negocios, como todos sabemos gracias a las películas de «El Padrino», son los negocios.

Puede que al final Internet termine mejorando realmente las condiciones de vida en China y puede que los chinos sucumban a las presiones externas y liberalicen su sistema. Pero Google, que abandonó admirablemente el mayor mercado de telefonía móvil del mundo – ése y no su motor de búsqueda era el premio gordo – ha demostrado en el ínterin que el precio de hacer negocios en China no es su divisa sobrevalorada sino sus infravalorados derechos humanos. En este sentido, la historia no ha terminado. Junto a unas cuantas empresas estadounidenses, simplemente se ha mudado a la costa.

Richard Cohen
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