Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

Sobre Cohen

Sus columnas, ahora en radiocable.com

Otros columnistas del WP

 

   

Es una mañana de lunes y empiezo mi jornada igual que empiezo normalmente, con las esquelas. Es una jornada particularmente abundante — Vaclav Havel, el novelista, dramaturgo y ex presidente de Checoslovaquia y más tarde de la República Checa. Tenía 75 años. Kim Jong II, el dictador enloquecido de Corea del Norte, también ha fallecido. Tenía 69, más o menos — nadie lo sabe con certeza. Y la publicista Suzanne Hart también ha fallecido. Se metió en un ascensor averiado y murió aplastada. Tenía apenas 41 años.

De los tres, Hart era la menos importante en el sentido convencional. No gobernaba dictatorialmente ningún país y no escribió ningún éxito de la ficción y no pasó tiempo encarcelada por disidente. Era simplemente una más de las innumerables mujeres trabajadoras de Manhattan, una oriunda de la región de los lagos que vino a Nueva York y se enamoró del lugar. Trabajaba en una agencia publicitaria, para rematar el cliché.

Leo las esquelas porque son pequeñas moralejas o mini-sagas, vidas vividas de forma plena y a veces triunfalmente. Kim era un monstruíto inteligente, un caballero de aspecto ridículo que llevaba zapatos con alzas y pelo alaciado. De alguna forma logró permanecer en el poder, dándose homenajes mientras su país moría de hambre y tomaba el pelo a Estados Unidos. Tenía un único activo — un programa de armamento nuclear — y le sacó partido. No sólo sabía lo que quería, obtenía lo que quería.

Havel tenía madera de héroe. Fue valiente en un sentido difícil de emular. Su valor no pertenecía a la categoría puntual y espontánea de la valentía en combate — ni a la que te lanza a las vías a apartar un bebé del camino de la máquina del tren. Fue más bien la determinación cotidiana a permanecer firme frente a un régimen comunista que a veces mataba a sus enemigos pero que casi siempre los encarcelaba hasta que se venían abajo y se volvían dóciles. Sólo hay que leer a Milan Kundera, otro checo más, para apreciar lo valiente que era Havel. Como Tomas Garrigue Masaryk, primer presidente de Checoslovaquia, Havel no gobernó tanto — aunque gobernó — como encarnó una ética, un liberalismo de corte occidental.

Pero para Kim como para Havel, llegó su hora. Eran ancianos y estaban enfermos — Kim de un infarto, Havel de una vida de fumador empedernido y de pasar demasiadas noches en calabozos húmedos. Hart era otra historia. Ella no personifica una muerte anticipada sino una muerte tan inesperada que hace contener el aliento. El ascensor. Todos tememos a los ascensores, pero todos sabemos — al menos nos lo decimos a nosotros mismos — que nuestros temores no son racionales. Hay múltiples mecanismos de seguridad, frenos a manta, chismes electrónicos para detener la caída.

Con Hart, sin embargo, pasó algo. Se metió en el ascensor. Subió de golpe y las puertas no se cerraron. Quedó planchada. Todo Nueva York, una ciudad cuyas arterias son ascensores, contiene el aliento. «¿Lo has oído? ¿Lo has oído?» dice la gente una y otra vez. Fue como si el ascensor hubiera atacado a la mujer — otra pesadilla urbana más.

«Si quieres hacer gracia a Dios, cuéntale tus planes» es la versión del refrán que he oído. Mi propia versión de esto viene de cuando era reportero de sucesos en Nueva York y tenía que redactar los partes policiales. Un tipo de una oficina con vistas a Times Square decidió colgar la bandera. Abrió la ventana y descubrió el mástil, cuando un soplo de viento le arrancó la bandera de su mano. Cayó siete plantas — y mató instantáneamente a una mujer que pasaba por debajo. El arma letal fue el águila americana de bronce de la punta.

Yo redacté el parte, pero no se me olvidará nunca. Mucho de la vida estaba en él — un paso más apretado, más lento, un tren que se pierde, un desayuno que se toma o se deja. Todo esto es la diferencia entre la vida y la muerte. Desconozco si aquella mujer tenía algún plan. Sí sé que ningún Dios se habría reído.

Suzanne Louise Hart vivía en Brooklyn con un arquitecto llamado Christian Dickson. Su esquela dice que «estaba particularmente interesada en la arquitectura paisajística» y que había entrado en el oficio de la publicidad como artista gráfica. Un grupo de amigos y parientes aparece mencionado — un padre, una madrastra, un hermano, sobrinos y nietos e incontables más. En la imagen que acompaña, ella sonríe – «un rayo de luz allí donde iba», reza la esquela. Es en la práctica una sonrisa que se cae de la página.

Era lunes, y como es usual había empezado por las esquelas. Se supone que están relacionadas con la muerte. Pero en realidad tienen que ver con la vida.

Richard Cohen
© 2011, Washington Post Writers Group
Derechos de Internet para España reservados por radiocable.com

Sección en convenio con el Washington Post

Print Friendly, PDF & Email