Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen- Washington. «El mundo está saturado de nosotros,? escribió el poeta William Wordsworth — y eso, por supuesto, fue antes de que Elizabeth Edwards publicara su libro y apareciera en televisión para promocionarlo, sorteando las preguntas acerca del hijo ilegítimo que su marido podría haber tenido con otra mujer, pero respondiendo a las demás preguntas acerca de la infidelidad conyugal y el sufrimiento del cáncer todo el tiempo. ¿Qué hacer? ¿Qué pensar? ¿Qué juicios podemos hacer?

No quiero a Elizabeth Edwards en mi vida. Pero no puedo evitarla. Me persigue. Su rostro angelical aparece en cada pantalla de televisión con la que me cruzo. ?ltimamente he pasado tiempo en hospitales visitando a un ser querido. Elizabeth Edwards ocupa todas las camas que me encuentro. Está en la sala de espera, en la recepción — hasta en los quirófanos. Aparece en los informativos de la noche y en ??Charlie Rose? y ??Larry King? y ??Oprah? y, por supuesto, ??The View,? el único programa de tertulia verdaderamente esencial de la televisión. Edwards, Edwards, Edwards hasta en la sopa.

¿Qué pensar? ¿Por qué escribió este libro? ¿Qué efecto tendrá para sus hijos? ¿Qué efecto tendrá sobre mí? ¿Por qué no se divorció de John? (¿Por qué lo llamo John?) ¿Por qué no le abandonó simplemente? ¿Por qué aguantó toda la charada?

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¡Espera! ¿Puedo opinar de ella? Ella tiene cáncer, anunciado a los cuatro vientos. Su marido le puso los cuernos mientras se postulaba a presidente. Sólo fue un desliz, dijo. Un rollo de una noche, le dijo. Cuando su cáncer estaba remitiendo, le dijo. ¿Eso lo hace aceptable? ¿Mejora las cosas? ¿Hace que sea asunto mío?

Conozco personalmente a John y Elizabeth Edwards — no mucho, sólo un poco. He estado en su casa — la antigua residencia, la casa de Washington. Desayunaba con ellos. Ella me parecía inteligente y agradable. Nunca tuve una opinión clara de él. Alguien más falso que un billete de tres dólares, sospeché siempre. Ella me llevaba en coche adonde era imposible coger un taxi. Hablábamos. ¿Sobre qué? No lo recuerdo. Ahora esto. ¿Qué pensar?

Sucede lo mismo con Nadya Suleman, la mujer que dio a luz a octillizos y ya tenía otros hijos y que ahora tiene, hasta donde sé, 23 hijos y ninguna forma realista de mantenerlos. Evadí esa noticia, desde el primer momento en que sus doctores posaron juntos para las fotografías, demasiado ingenuos para saber que habían participado en un desastre — un Katrina con piernas de mujer. Pero nunca pude esquivarla. Una y otra vez, cada periódico, cada aparato de televisión, cada blog y todo lo que veía o escuchaba giraba en torno a ella y sus hijos.

Resultaba adictiva. ¿Qué hacer con ella? Lo que hizo fue propio de una demente, pero en todas esas entrevistas no sonaba como si estuviera loca. Estaba decidido pasar página. Tengo otras cosas de las que preocuparme.

No obstante, me detenía y la miraba a los ojos. Los conocía — los ojos de esa mujer a la que no te acercas en un bar. Entonces su madre apareció en escena y denunció públicamente a su hija y después no denunció a su hija y el padre salió de alguna parte — ¿Irak? ¿Palestina? ¿El centro de Los Ángeles? — y dijo cosas parecidas. ¿Qué se supone que debía pensar? No quería saber nada de ninguno de ellos, pero después me preocupaban los hijos. ¿Quién iba a cuidarlos? ¿Tenía ella recursos?

De alguna manera, pasado un tiempo, terminé pensando en los hijos como responsabilidad mía. Sentía que tenía que hacer algo. Nadya y su prole rompieron la barrera, la membrana que separa la noticia — algo sucedido en la tierra del Demócrata Wolf Blitzer — de algo más, una parte de tu vida, algo real. ¡Los bebés! ¡Los bebés! ¿Debo enviar un cheque? ¿Qué hará ella con el dinero? ¿Una operación estética para las bolsas de los ojos? ¿Tendría más bebés? ¿Entonces qué? ¿Qué haría con los bebés adicionales? Me imaginaba la casa por la noche, los lamentos, los gritos — los pañales por camiones.

¿De qué hablaba Wordsworth? ?l tenía suerte, recorriendo el norte rural de Inglaterra con su copiloto Samuel Taylor Coleridge, quejándose sin parar los dos del mundo moderno y de cómo se les estaba imponiendo. ¡Vaya broma!

Es el mundo quien me ha saturado. Soy yo quien tiene que soportar a Nadya y sus hijos y a Elizabeth y su marido. No quiero tener que ver a ninguno de ellos. Me conformo con Pakistán y sus inseguras bombas nucleares. Ah, qué paz.

 Richard Cohen

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