Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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«Se ha puesto fecha – y se han elegido candidatos – a unas elecciones para ocupar el escaño del legislador caído en desgracia Anthony Weiner. Para mi decepción, ninguno de los candidatos es el propio Weiner, que es sin duda la víctima más reciente de acoso escolar del curso. Su dimisión fue exigida por Nancy Pelosi, que heroicamente antepuso la formación a los principios y, sin pararse a decidir si se había violado una ley, encontrado el cadáver o se habían vulnerado al menos las normas deontológicas del reglamento del Congreso, echó a Weiner. El presidente la apoyó, diciendo que si él fuera Weiner, dimitiría. No se mencionó que si Obama fuera Weiner, tendríamos un acuerdo presupuestario.

Weiner fue expulsado presuntamente por razones prácticas. Era una distracción de la labor que no se estaba haciendo, los acuerdos que no se estaban cerrando, un déficit presupuestario en manos de Dios y una guerra innombrable en Libia que la Cámara de Representantes financiará pero no apoya — o algo parecido.

Weiner se fue – y en un gesto idóneo para lo extraño de la situación, lo hizo en rueda de prensa. Gran parte de la prensa se agolpaba. Casi no importaba, al parecer, que Weiner hiciera sus fotografías, tan privadas y raras como pudieran ser, para enviarse a receptoras concretas. La mayoría de las mujeres solicitaron la atención de él y la que compareció en el programa «Today» (junto a dos abogados) dijo haber correspondido en especie. Traci Nobles, una de las seis compañeras de Weiner en Twitter, dijo a una claramente atónita Ann Curry que se sintió «halagada» por la atención de Weiner y que, en evidente homenaje a Edith Piaf, no lamentaba nada (??Non, Je Ne Regrette Rien?). Hasta ahí el desfile de víctimas.

En realidad, hay víctimas. Una es el mecanismo jurídico de acusación, que concibe un procedimiento diferente al del linchamiento colectivo para que el Congreso se deshaga de alguien perverso. Otra es el decoro, que significa que defiendes a alguien que no ha cometido ninguna fechoría jurídica. Y hay que preguntar qué clase de precedente se está sentando. ¿Qué clase de mundo es aquel en el que un mirón como el columnista Andrew Breitbart se apodera de una fotografía destinada a otra persona y la da a conocer — no para desvelar un delito sino para agitar y mortificar sencillamente? Para ello, Breitbart llegó a presentarse en una rueda de prensa de Weiner, actuando como quien ha realizado un servicio al país y merece reconocimiento – a lo mejor un Pulitzer. Rupert Murdoch puede hacer la presentación.

Anthony Weiner y Bill Clinton tienen mucho en común. Los dos vieron invadidas sus vidas privadas. Ambos caballeros cayeron en el cepo de la mortificación, Clinton en el tendido por sus rivales políticos conservadores y por aquel moderno comisario Javert de Los Miserables, el fiscal Kenneth Starr; y Weiner en el tendido por Breitbart y los demás merodeadores conservadores. En los dos casos, la persecución estaba justificada presuntamente porque los dos caballeros habían mentido. Pero no habían mentido para ocultar un delito, sino para encubrir un motivo de vergüenza. Hay diferencia, y aunque Clinton se pasó — cometió perjurio – Weiner no hizo nada parecido. Mintió para salvar la cara. Por alguna parte del Congreso habrá alguien que ha hecho parecido.

Vivimos en un mundo en el que hay muy poca privacidad. El portal de Sony ha sido pirateado, el de Citibank ha sido pirateado y hasta el de la CIA ha sido pirateado. Cada clic del teclado te convierte en un bien de consumo — información que alguien comprará o robará. Allá en Inglaterra, las huestes de Murdoch piratearon el contestador de una niña de 13 años secuestrada (hallada asesinada más tarde), despertando por fin a una institución cobardemente política a base de aullidos de protesta y obligando a Murdoch a cerrar su News of the World: Descabezado diario en país sin carácter. Ni aquí, ni allá ni por ninguna parte, nadie está a salvo.

Podría pensar que sólo un congresista sugeriría que la privacidad de Weiner era algo digno de protegerse, incluso si sus acciones no fueran dignas y el propio caballero fuera un canalla. Diría que alguien denunciaría a los parásitos de los medios cuyo sustento consiste en las miserias de los demás y que insistiría en que habría de promulgarse una ley antes de que la ciudadanía sea privada de representación. Después de todo, los sondeos recabados en aquel momento sugieren que los electores de Weiner todavía le apoyarán, distinguiendo de alguna forma entre su vida privada y su servicio al país. Algo se cuece en Brooklyn. El sentido común también.

Semanas enteras – eones en la era de Twitter – han transcurrido desde que Weiner renunciara de forma que ahora tenemos cierta perspectiva. Nos podemos preguntar: «¿De qué iba todo aquello?» De muchas cosas, siendo una de ellas muy importante lo que el magistrado Clarence Thomas llamó apropiadamente en una ocasión «un linchamiento digital». La expresión se volverá a utilizar otra vez seguro.

Richard Cohen
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