Un estudio en la revista Science revela que la voladura de la presa de Kakhovka en la guerra de Ucrania liberó una “bomba tóxica de relojería” por la contaminación encerrada en los sedimentos del embalse, que se expandió por las tierras inundadas. Es un caso más, que detallan en Sinc, de cómo el coste medioambiental de las guerras prolonga los daños una vez que terminan.


En la madrugada del 6 de junio de 2023, una o varias explosiones fracturaron la presa ucraniana de Kakhovka, controlada por Rusia desde el primer día de la invasión que dio origen a la guerra actual. La riada incontenible del embalse anegó poblaciones y granjas, destruyó infraestructuras y causó un número indeterminado de víctimas. Vueltas ya las aguas a su cauce, queda sin embargo un daño menos visible pero perdurable, el medioambiental, como analiza un estudio publicado en la revista Science.

Podría parecer que, frente al coste en vidas humanas de una guerra, hablar de su impacto ambiental es casi una frivolidad. Pero escriben los autores del nuevo trabajo, dirigido por el Leibniz Institute of Freshwater Ecology and Inland Fisheries en Berlín: “Aunque la atención de los medios se centró en los impactos inmediatos de las inundaciones en la economía, la sociedad y la política, nuestros resultados muestran que la contaminación tóxica en los sedimentos expuestos del antiguo lecho del embalse supone una amenaza, a largo plazo y largamente ignorada, para el agua dulce y los ecosistemas marinos y de estuarios”.

El granero de Europa, contaminado

El análisis calcula que el vaciado del embalse expuso al aire sedimentos que contenían más de 83 000 toneladas de metales pesados de origen industrial, como plomo, cadmio, níquel, cinc y otros, a los que se sumaba la contaminación por nitrógeno y fósforo procedente de la agricultura. Una pequeña parte de este sedimento, unos 780 000 metros cúbicos, fue dispersada por las aguas, que además arrastraron unas 450 toneladas de combustibles de la central hidroeléctrica de la presa y de las gasolineras anegadas.

Además de los efectos inmediatos de la riada en las tierras atravesadas por el río Dniéper hasta su desembocadura en el mar Negro, esta “bomba tóxica de relojería”, como los autores la denominan, “puede tener consecuencias negativas en diferentes sistemas del organismo humano”, dice a SINC la primera autora del estudio, Oleksandra Shumilova; “por ejemplo, los metales pesados pueden causar cáncer, trastornos congénitos, daños al sistema nervioso o al endocrino y muchos otros”. No debe olvidarse que a Ucrania se la considera el granero de Europa, o al menos así era antes de la guerra.

Hambre, pobreza y enfermedad

“Es cierto que en la guerra la primera prioridad urgente es la necesidad humanitaria, la conservación de la vida, la salud y el bienestar de los civiles afectados”, comenta a SINC el geocientífico ambiental Jonathan Bridge, de la Universidad de Sheffield Hallam, que no ha participado en el nuevo estudio pero ha investigado la contaminación de los suelos provocada por la guerra civil en Siria. “Pero el impacto ambiental no debe ignorarse”.

Bridge explica que estos efectos se manifiestan de forma inmediata: la destrucción de las infraestructuras de agua, saneamiento e higiene extiende una polución que conduce “al hambre, la pobreza y la enfermedad entre la gente que ya ha sido desplazada por el conflicto”, dice, citando como ejemplo el brote de cólera en el noroeste de Siria desde 2022.

Pero Bridge subraya el “legado duradero después de la guerra”, una degradación medioambiental que dificulta la recuperación una vez que el conflicto ha terminado, afectando a los recursos naturales, la agricultura y otras necesidades y actividades. “En resumen, sin una consideración adecuada del medio ambiente en la guerra y en la construcción de la paz, los costes humanos y económicos de la guerra se prolongan e intensifican”.

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