Así es cómo la Alemania nazi creó una sociedad de espectadores frente al horror
El Holocausto es uno de los ejemplo paradigmáticos de como en los tiempos de guerra se normalizan actos de extrema violencia. Pero en la Alemania nazi se dio además un proceso por el cual el regimen de Hitler transformó a la población alemana en lo que la historiadora Mary Fulbrook denomina una “sociedad espectadora”. En The Conversation profundizan sobre cómo se dieron las condiciones para este fenómeno y cómo puede dilucidar la dinámica social destructiva de nuestro propio periodo.
Ellen Pilsworth, University of Reading
En los procedimientos judiciales de la posguerra mundial para establecer lo que había sucedido bajo el nazismo, y castigar a los autores de los crímenes, los relatos de las víctimas fueron a menudo menospreciados. Sólo en 1961, con el juicio de alto nivel al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, cambió el enfoque.
Para muchos supervivientes, el concepto de “testimonio del Holocausto” –relatos de lo que habían vivido– adquirió dimensiones casi sagradas. En 1989, el escritor y superviviente de Auschwitz Elie Wiesel argumentó que no era ético que nadie, aparte de las víctimas supervivientes del Holocausto, intentara explicarlo.
En cierto modo, la insistencia de Wiesel en que sólo las víctimas supervivientes podían “conocer” realmente el Holocausto ha contribuido a la mistificación de este periodo histórico. Los negacionistas del Holocausto se han apropiado indebidamente de este proceso para sus propios fines.
Examinar las perspectivas de las no víctimas contemporáneas puede ayudarnos a comprender la violencia perpetrada como resultado, en parte, de los sistemas sociales. Mi investigación explora cómo los relatos de refugiados antinazis fueron recibidos (traducidos) por los lectores británicos de la época.
Dichas memorias pueden ilustrar el proceso por el cual el nazismo transformó a la población alemana en lo que la historiadora Mary Fulbrook denomina una “sociedad espectadora”, incluso antes de que las condiciones de los tiempos de guerra normalizaran los actos de extrema violencia.
Vivir en la Alemania nazi
En 1939, Sebastian Haffner, cuyo verdadero nombre era Raimund Pretzel, escribió unas memorias tituladas Geschichte eines Deutschen. Die Erinnerungen 1914-1933 (Historias de un alemán. Recuerdos 1914-1933).
Se publicó tras la muerte del autor en 2000, utilizando el seudónimo con el que se había hecho famoso como periodista en la Alemania Occidental de posguerra. En 2003 se publicó una traducción al inglés titulada Defying Hitler. El historiador Dan Stone lo ha descrito como “uno de los análisis contemporáneos más notables del nazismo y el Tercer Reich”.
Haffner era pasante en un despacho de abogados cuando Hitler tomó el poder. Como el régimen nazi destruyó el sistema jurídico democrático que había estudiado, se dedicó al periodismo. Su compañera, Erika Schmidt-Landry, había sido designada “judía” según las leyes raciales de Núremberg. Cuando se quedó embarazada de Haffner, la pareja se marchó de Alemania a Inglaterra.
En el Reino Unido, Haffner empezó a escribir unas memorias sobre su vida hasta entonces, incluida su opinión sobre el ascenso del nazismo. En una escena elocuente, describe cómo se sintió cuando los colegas judíos de su bufete fueron expulsados por las tropas de asalto nazis (también conocidas como camisas pardas) el 1 de abril de 1933, el día del boicot a los judíos. Algunos colegas se paseaban nerviosos. Otros se reían con disimulo. Un colega judío simplemente hizo las maletas y se marchó.
Haffner escribe:
“Mi propio corazón latía con fuerza. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo mantener el aplomo? Ignóralos, no dejes que te me molesten. Agacho la cabeza sobre mi trabajo. […] Mientras tanto, un camisa marrón se me acercó y se colocó delante de mi mesa de trabajo. ¿Eres ario? Antes de que me diera tiempo a pensar, respondí: ‘Sí’. […] La sangre se me subió a la cara. Demasiado tarde sentí la vergüenza, la derrota. […] Había fracasado en mi primera prueba. Podría haberme abofeteado a mí mismo”.
En otra ocasión, en un campo de adoctrinamiento obligatorio para estudiantes de Derecho, Haffner es obligado a realizar el saludo hitleriano y a cantar canciones pronazis. Escribe:
“Por primera vez tuve la sensación, tan fuerte que me dejó cierto sabor de boca: ‘Esto no cuenta. Este no soy yo. Esto no cuenta’. Y con esta sensación yo también levanté el brazo y lo mantuve estirado durante unos tres minutos”.
El relato de Haffner ilustra el autoengaño y la negación mediante los cuales muchas personas que no apoyaron activamente el régimen nazi sobrevivieron dentro de él. En una entrevista concedida en 1989, Haffner dijo que no es que todos los alemanes fueran nazis, pero tampoco que el nazismo apenas afectara a la vida cotidiana: “Era posible vivir en cierto modo junto a él.”
Una sociedad espectadora
Fulbrook ha demostrado cómo los alemanes de a pie se vieron arrastrados a “procesos de complicidad”. Bajo el nazismo, permanecer al margen mientras se perpetraban actos de violencia colectiva patrocinados por el Estado se convirtió gradualmente en la norma exigida. Los riesgos de hacer lo contrario eran muy reales. “Lo que podría ser una postura moralmente loable en un régimen liberal y democrático”, escribe Fulbrook, “puede ser, en otras circunstancias, potencialmente suicida”.
Si alguien en 2024 juzga a los espectadores alemanes de los crímenes nazis como “culpables” por no defender a las víctimas, lo hace de acuerdo con las obligaciones morales de una democracia liberal. Sin embargo, la ascensión de Hitler al poder en 1933 marcó el fin de la democracia alemana. El Tercer Reich era un estado policial brutal. Se animaba a la gente a denunciar a los opositores al régimen. La rebeldía conllevaba el riesgo de detención, encarcelamiento o “reeducación” política en un campo de concentración bajo Schutzhaft (“custodia protectora”).
Tanto en Alemania como en la comunidad internacional, todo el mundo tuvo que entender la violencia ejercida bajo el nazismo en sus propios términos. Ni siquiera las palabras “genocidio” y “Holocausto”, con las que desde entonces se ha definido la época, estaban aún en el vocabulario de la gente.
El término “genocidio” fue acuñado por el abogado polaco Raphael Lemkin en 1944 para describir el programa nazi de aniquilación de los judíos. “Holocausto”, una palabra comparativamente más antigua, sólo empezó a utilizarse de forma generalizada para describir formalmente el genocidio perpetrado bajo el nazismo contra los judíos a partir de finales de la década de 1950.
Además, la segregación racial también se practicaba en otras democracias liberales de la época. Las leyes Jim Crow impusieron la segregación racial en los estados del sur de EE.UU.. La noción de jerarquía racial sustentaba el imperio británico y otros imperios europeos.
Conocer las perspectivas de las no víctimas contemporáneas puede ayudarnos a entender la violencia perpetrada durante el Holocausto como un efecto de los sistemas sociales. El académico de literatura estadounidense y estudios sobre el Holocausto Michael Rothberg ha defendido un enfoque de la violencia histórica que tenga en cuenta las perspectivas de los “sujetos implicados”.
Rothberg sugiere que las categorías de héroes y villanos, víctimas y perpetradores, son inadecuadas para dar cuenta de los daños causados. Ir más allá de ellas también puede dilucidar la dinámica social destructiva de nuestro propio periodo.
Ellen Pilsworth, Lecturer in German and Translation Studies, University of Reading
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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