Además de las muertes y heridas causadas directamente por bombas o balas, la destrucción de infraestructuras básicas y la disrupción de la asistencia sanitaria, los conflictos bélicos también influyen y mucho sobre los tratamientos de enfermedades como el cáncer, la diabetes, salud cardiovascular o los problemas mentales. En The Conversation reflexionan sobre el impacto de las guerras en este tipo de enfermedades señalando que en muchos casos se convierten en «asesino silencioso».

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Valle Coronado Vázquez, Universidad Francisco de Vitoria y María Isabel Portillo, Osakidetza – Servicio Vasco de Salud

Es evidente que los conflictos armados merman visiblemente la salud de la población por las lesiones y muertes ocasionadas por las propias armas. La guerra también tiene un reconocido impacto en la incidencia de las enfermedades transmisibles, fundamentalmente como consecuencia de la destrucción de las infraestructuras que permiten acceder a servicios básicos como el agua potable, el saneamiento, la electricidad y la atención sanitaria urgente.

Sin embargo, existen pocas investigaciones acerca del impacto de los conflictos bélicos sobre enfermedades crónicas no transmisibles como el cáncer, la diabetes, las enfermedades cardiovasculares, la enfermedad renal y la salud mental. Un vacío sorprendente si tenemos en cuenta que afectan hasta a un 70 % de la población a lo largo de la vida.

Aunque adquirir una visión global de la situación no es fácil, hay una serie de circunstancias sobre las que merece la pena reflexionar.

Destrucción de infraestructuras y desplazamientos de población

Para empezar, las guerras implican la destrucción de infraestructuras y servicios –entre ellos, hospitales y centros de salud–, lo que impide el seguimiento de patologías que pueden afectar a un número importante de personas.

Además, los desplazamientos de la población hacen que disminuya la provisión de la atención y el acceso a medicamentos, incrementando la desigualdad por su escasez y coste.

El bloqueo en el acceso a servicios de salud, reportado de forma periódica por la Organización Mundial de la Salud (OMS) desde el inicio de la guerra en Gaza el 7 de octubre de 2023, es una constante en los conflictos bélicos. E implica que dejan de realizarse tanto pruebas diagnósticas (analíticas, radiología…) como tratamientos (quimioterapia oncológica, diálisis…).

Para colmo, las condiciones de vida se ven seriamente afectadas por la falta de acceso a agua, electricidad, cobijo, nutrientes e higiene. Esto agrava las enfermedades crónicas, los problemas respiratorios y los trastornos metabólicos y vasculares.

Recursos financieros y humanos dedicados a la batalla

Como en situación de guerra los recursos financieros se destinan fundamentalmente a la producción, compra de equipos y armamento, se menoscaba de forma significativa la inversión en salud pública, prevención, vigilancia y control de estas enfermedades, que quedan en un segundo plano.

A esto se le suma la falta de recursos humanos por reclutamiento de personas en el conflicto y por la prioridad de la ayuda de emergencia, que también está limitada para las organizaciones no gubernamentales (ONG), con barreras burocráticas y físicas. Además, el personal y las infraestructuras son también objetivo del conflicto, como se está registrando en Gaza en estos momentos.

Un asesino silencioso

Las muertes prematuras y muertes silenciosas, definidas desde 2018 por el presidente de la Cruz Roja Internacional, Peter Maurer, como un “asesino silencioso” en los países en conflicto, son difíciles de cuantificar. Pero lo cierto es que, allí donde se libran batallas, miles de personas tienen su vida en riesgo por sus enfermedades si no reciben medicamentos esenciales, como insulina para tratar su diabetes.

La falta de vigilancia, control, atención y seguimiento de personas con enfermedades no transmisibles impacta en un aumento de muertes prematuras evitables. Sobre todo porque hace que se detecten más casos en estadio avanzado, con peores pronósticos que cuando no hay conflicto.

Este exceso de mortalidad, al contrario que las muertes directas en las fases más intensas del conflicto, se registra a medio plazo. Aunque una persona con diabetes o enfermedad renal puede fallecer en poco tiempo si no tiene acceso a insulina o diálisis, un paciente con hipertensión no tratada puede sufrir un accidente cerebrovascular o cardiovascular en un margen de tiempo más amplio. Y si los diagnósticos y tratamientos del cáncer se interrumpen, el pronóstico empeora en la mayoría de los casos, aunque los fallecimientos no llegan de manera inmediata.

¿A quién damos prioridad en caso de conflicto?

Cuando no hay recursos para atender a todos los pacientes, ¿cómo se prioriza? En un estudio reciente se proponían varios criterios éticos que pueden servir a los médicos para seleccionar a los pacientes con enfermedad renal terminal que necesitan hemodiálisis durante los conflictos armados, concretamente en referencia a la guerra de Siria.

En este caso se invocan tres principios para la asignación de los equipos de hemodiálisis: “beneficencia”, que busca la mayor salud para el paciente; “no maleficencia”, evitando causarle un mal al preservar su seguridad; y “justicia”, distribuyendo los escasos recursos existentes de forma equitativa.

Más discutible sería la priorización de pacientes según el criterio de “utilidad social”, que propone que los recursos se asignen por la capacidad que tienen las personas de contribuir a la atención de otros o a la prestación de servicios críticos a civiles durante el conflicto. En este caso, se produciría una clara discriminación de los pacientes más vulnerables: niños, mujeres embarazadas, personas con discapacidad, ancianos, etc.

De ahí que sea necesario definir un marco ético de justicia, donde la distribución de unos recursos insuficientes se realice con equidad, también en los conflictos armados.


Artículo escrito con el asesoramiento de la Sociedad Española de Epidemiología.The Conversation


Valle Coronado Vázquez, Profesora de Humanidades Médicas., Universidad Francisco de Vitoria y María Isabel Portillo, Coordinadora de los Programas de cribado de cáncer colorrectal y prenatal. Osakidetza-Servicio Vasco de Salud, Osakidetza – Servicio Vasco de Salud

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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