El puente francés hacia el fascismo
Una de las explicaciones más lúcidas que se han escrito sobre el salto hacia el fascismo y su complejidad, la recoge Michael Burleigh en su libro «El tercer Reich».
El libro es una crónica del desmoronamiento moral y la transformación a largo plazo, de la hasta entonces sociedad avanzada alemana. Las masas -explica Burleigh- arremetieron un buen día, de pronto, contra la caridad, la razón y el escepticismo, depositando su fe en un ridículo personaje llamado Hitler.
Todavía hoy, los sociólogos debaten qué hizo posible que miles de personas normales,-de las que van a por el pan y cuidan con dedicación y mimo a sus nietos o a sus mayores- consintieran el Holocausto.
¿Cómo fue posible que el nazismo sustituyera esas cortezas de moralidad de las que estamos dotados los seres humanos -gracias en parte a la tradición religiosa-? ¿Cómo es posible que estando a un centenar de pasos de los campos de concentración Nazi, miles de personas incluidas las élites intelectuales, desviasen la mirada hacia otro lado día tras día?.
¿Cómo y cuando se produjo esa transformación ética? Burleigh evoca un informe anónimo para explicarlo en el que se establecía un paralelismo con la reconstrucción de un puente:
«Los ingenieros no podían limitarse a demoler una estructura ya existente, debido a las repercusiones en el tráfico ferroviario. Lo que hacían en su lugar era ir renovando lentamente cada tornillo, viga o raíl, un trabajo que apenas si hacía levantar la vista de los periódicos a los pasajeros. Sin embargo un día, se darían cuenta de que el viejo puente había desaparecido y que ocupaba su sitio una nueva estructura relumbrante» («El tercer Reich«, Ed.Taurus)
Eso es lo que ocurrió con la moral crítica. Miles de personas renunciaron lentamente en Alemania a sus facultades críticas individuales. La gente se entregó voluntaria y paulatinamente a las emociones de rebaño o de grupo, algunas de un género notoriamente repugnante, como señala el autor.
Cuento esto al hilo de la crisis de las expulsiones de gitanos en Francia, de esta lepenización de Sarkozy -como lo definió Sami Naïr-, y de su efecto grotesco en la política española. Si bien hoy parece lejano el paralelismo de conductas, también es evidente que los últimos acontecimientos nos ponen en dirección a la antesala del fascismo o, como poco, pueden servir de abono en ese incierto territorio de los semilleros.
Esa es precisamente la razón por la que el presidente Zapatero debió condenar con contundencia al presidente francés y por la que la ciudadanía debe condenar con firmeza el paseo populista, e irritantemente mediocre, del PP en Badalona.
La experiencia nos dice que si no se delimitan pronto los espacios éticos se estarán dejando libres para que lo ocupen otros con dudosos objetivos.
Conviene, por tanto, señalar pronto y sin titubeos a quienes caminan sobre el puente con una caja de herramientas bajo el brazo.