La literalidad como límite
Iñaki Gabilondo en Noticias Cuatro: «El juez Velasco, que dejó en libertad bajo fianza a la etarra Maite Aranalde, actuó de forma jurídicamente irreprochable»…
«O sea, que, con la ley en la mano, se puede decidir una cosa y su contraria. El juez Velasco, que dejó en libertad bajo fianza a la etarra Maite Aranalde -que, como es natural, salió de estampida- actuó de forma jurídicamente irreprochable. Y el juez Garzón, que ordenó la localización inmediata de la etarra para hacerla encarcelar, también tomó una decisión correcta. Eso nos ha dicho hoy la Audiencia Nacional.
Ambas resoluciones, radicalmente contrarias, son correctas, son legales, ¿cómo es posible? Pues muy sencillo. Depende de que se haga una lectura literal de la ley o se eleve la mirada. No hace falta leerse «el espíritu de las leyes de Montesquieu» para entender que la norma, por precisa que ésta sea, ha de pasearse un rato por el cerebro y el corazón de los jueces antes de convertirse en sentencia.
Si los seres humanos no fueran necesarios para impartir justicia, si la justicia brotara automáticamente de la aplicación a machamartillo de lo escrito, nos podríamos ahorrar un montón de millones de euros. Licenciábamos a todos los jueces y encargábamos el asunto a unos cuantos ordenadores. Pero, hay algo más. La idolatría de la letra es un escondite perfecto. Ni hay que cansarse mucho ni se asumen responsabilidades. Perfectamente postmoderno.
El hospital que no atiende a quien llega agonizante a cinco metros de su puerta, porque sólo desde la puerta sería de su incumbencia, es el ejemplo perfecto de esta actitud.
La literalidad como límite. Francisco Camps es otro ejemplo. Si su comportamiento vergonzante en su relación con la trama corrupta no está prohibido literalmente en el código penal, él canta victoria y los suyos le aclaman como un héroe. Lo decía recientemente el profesor Francisco Rico.
Hemos declarado inútiles el código del decoro, de la dignidad y de la hombría de bien. Sólo la letra tiene concreción.
El juez Velasco, que dejó libre a la etarra porque la letra de la ley se lo permitía, se cargó otro valor antiguamente respetable: el sentido común.»