La llegada de la carne artificial y sus consecuencias para la ganadería
La producción de carne artificial está empezando a llegar ahora a los consumidores en respuesta al debate sobre la habitos alimentarios y su impacto sobre el medio ambiente o el bienestar animal. Pero se plantean algunas cuestiones y retos. Por ejemplo ¿es más extraer células vivas de un animal (su hábitat natural) para que proliferen en un entorno de laboratorio? o ¿es más ecológica la carne artificial que la de una ganadería que preserva habitats naturales y pueblos vacíos? Este artículo analiza el asunto.
José Antonio Mendizabal Aizpuru, Universidad Pública de Navarra
En la actualidad existe un intenso debate sobre los hábitos alimentarios y su influencia en aspectos como la salud, la preservación del medio ambiente (biodiversidad, emisiones de gases de efecto invernadero, calentamiento global…) o el bienestar animal.
De entre los alimentos que el hombre ingiere –recordemos que la especie humana es omnívora–, son los productos de origen animal los que actualmente están siendo cuestionados por ciertos grupos de población.
Los huevos fueron los primeros. Su consumo se relacionó con tasas elevadas de colesterol y una mayor incidencia de enfermedades cardiovasculares (teorías posteriormente matizadas). En menor medida, también la leche y actualmente, con gran virulencia, la carne, tanto en lo que respecta a su producción como a su consumo.
Haciendo un poco de historia, no viene mal recordar que la especie humana consume carne desde hace dos millones de años. Así lo atestiguan los últimos estudios realizados en el yacimiento de Olduvai (Tanzania), considerada la cuna de la humanidad.
Tampoco está de más subrayar que eminentes paleontólogos defienden que la introducción de la carne en la dieta humana supuso un antes y un después en la evolución de los homínidos, ya que influyó en su desarrollo cognitivo.
Por último, recordamos que el proceso de domesticación, que arranca hace aproximadamente 10 000 años en el cercano oriente, supuso el comienzo de la ganadería. Desde entonces, ha proporcionado a más de 400 generaciones, ininterrumpidamente, carne y otros alimentos básicos para nuestra dieta. Por tanto, es de justicia reconocer la gran aportación que la ganadería supone y ha supuesto a lo largo de la historia de la humanidad.
Sin embargo, desde hace unos años, algunos sectores de la sociedad han comenzado a señalar al consumo de carne como uno de los mayores riesgos para la salud humana. También indican que la producción de carne es uno de los grandes causantes de los problemas medioambientales que nos afectan.
¿Es mala la carne roja para la salud?
Respecto a la primera cuestión, la salud humana, el informe que en 2015 emitió la Agencia Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC), órgano de la OMS, sobre la carcinogenicidad de la carne roja, supuso un punto de inflexión. El IARC clasificó la carne roja en el grupo 2A de la escala de agentes carcinógenos para humanos (escala que va de 1 a 3).
Sin embargo, se basó en una evidencia limitada. Según la OMS, se observó una asociación positiva entre la carne roja y el cáncer, pero no se pueden descartar otras explicaciones para las observaciones. Es decir, otros factores como el sedentarismo y el tabaquismo podrían estar interaccionando.
La carencia de ensayos clínicos en humanos donde se estudie el efecto dosis-respuesta debería ser otra razón para ser prudentes en esta cuestión. Pero, a pesar de todo lo indicado, el mensaje que los medios, mayoritariamente, trasladaron a la opinión pública, en forma de llamativos titulares, fue que el consumo de carne producía cáncer.
Carne roja y medio ambiente
Respecto a la segunda cuestión, los problemas medioambientales, la publicación del informe que en 2019 emitió el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), dependiente de la ONU, supuso otro momento clave.
En dicho informe se atribuyen a las actividades ganaderas unas emisiones directas de 2,3 gigatoneladas (Gt) de CO₂ equivalente/año, un 5 % del total de emisiones. Si se suman a esta cifra las emisiones indirectas (fabricación de piensos, transporte, etc.), se alcanzaría un montante de 7,1 Gt de CO₂ equivalente/año, un 14,5 % de todas la emisiones de origen antropogénico. Sin duda, esta es una cifra significativa pero muy inferior a la generada por otras actividades humanas.
En este contexto, son cada vez más las iniciativas de los ganaderos para incorporarse a la estrategia de la UE para combatir el cambio climático y la degradación del medio ambiente, el Pacto Verde Europeo. Por señalar algún ejemplo de ello, cabe destacar la European Rural Poultry Association ERPA que agrupa miles de granjas avícolas familiares de toda Europa.
El informe del IPCC también señalaba que una forma de mitigar las emisiones es adoptar dietas sostenibles en las que predominen más los alimentos de origen vegetal y menos los de origen animal procedentes de producciones intensivas. Asimismo, se indicaba que la carne artificial, junto con los insectos (aunque no se conoce su huella de carbono) podrían favorecer dicho objetivo.
Dicho informe concluía:
“Las dietas equilibradas que incluyen alimentos de origen vegetal, como las basadas en cereales secundarios, legumbres, frutas y verduras, frutos secos y semillas, y alimentos de origen animal producidos en sistemas resilientes, sostenibles y con bajas emisiones de GEI ofrecen grandes oportunidades de adaptación y mitigación, a la vez que generan cobeneficios significativos para la salud humana”.
Este es el mensaje nítido que nos dejó el informe del IPCC con respecto a nuestros hábitos alimentarios y el cambio climático. Sin embargo, llegó nuevamente al ciudadano, a través de los medios y redes sociales, anunciando que el consumo de carne era el gran responsable de las emisiones de estos gases y del cambio climático.
En este clima de adversidad hacia la producción y el consumo de carne, han ido surgiendo empresas que han conformado un nicho propio. Estas se han “apropiado” de denominaciones propias de la carne –que en ocasiones producen confusión en el consumidor– y han asemejado su textura y color propios, pero con componentes vegetales.
La carne artificial llega ya al consumidor
Paralelamente, esas mismas empresas y otras nuevas se han encaminado hacia la producción de carne artificial. Sus primeros productos comienzan ahora a llegar al consumidor.
Recientemente, en Israel, se ha abierto un sofisticado y singular restaurante donde se ofrece carne artificial procedente de células de pollo cultivadas in vitro. Asimismo, en Singapur ya ha sido autorizada la comercialización de esta carne.
Estas empresas dedicadas a la producción de carne artificial indican que se fundamentan en la producción ética, ecológica, el bienestar animal y el respeto al medio ambiente.
Pero ¿es más ético y ecológico un proceso productivo que se basa en extraer células vivas de un animal (su hábitat natural) para que proliferen en un entorno de laboratorio (totalmente ajeno), en el que con frecuencia se utilizan factores de crecimiento como el suero fetal bovino (FBS), que la ganadería tradicional para producir carne? ¿No resulta paradójico que se señale el bienestar animal como otro de los rasgos identificativos de estas empresas, cuando indican que esta forma de producción no precisa de animales?
En este contexto, la ganadería tradicional continuará encargándose de preservar hábitats de alto valor ecológico, como la dehesa o las zonas de montaña. Se ocupará de conservar las razas autóctonas, de mantener limpias las zonas boscosas y de pastos para prevenir los incendios. Además, dará vida a los pueblos vacíos y, por supuesto, producirá alimentos sanos, ecológicos y de calidad nutritiva y sensorial contrastada.
Por ello, los ganaderos tendrán que demostrar y convencer al consumidor –que es quien tiene la última palabra– de las bondades de su producto natural, cercano, sostenible e integrado en la economía circular, respetuoso con el medio ambiente y con el bienestar animal. Ese es su reto.
José Antonio Mendizabal Aizpuru, Catedrático de Producción Animal, Universidad Pública de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.