Eugene Robinson: «Sería un anciano estatista a estas alturas, un león dormido, un héroe estadounidense inquieto quizá con el revuelo suscitado en torno a su cumpleaños. Con 83 años, seguiría teniendo probablemente su criterio y su relevancia. Ciertamente, si pudiera, seguiría predicando, y rezando –y soñando.
Para el reverendo Martin Luther King Jr., soñar no era opcional. Era la obligación de la ciudadanía concebir un país más justo y más próspero liberado ya del racismo y la pobreza. Era un deber imaginar un mundo no castigado ya por guerras sin sentido. Su discurso más célebre no era tanto una invitación a compartir su épico sueño como un mandamiento.
En estos tiempos amargos y pesimistas, es importante recordar la gran lección de la notable vida de King: los sueños imposibles pueden hacerse realidad.
No es un mensaje partidista; King era igual de duro con Demócratas que con Republicanos. Su activismo trascendía las ideologías. Su llamamiento a la justicia social y su oposición a la Guerra de Vietnam eran tachadas con acierto de izquierdistas, pero su insistencia en la preferencia de la fe y la familia era profundamente conservadora. Su nacimiento es fiesta nacional porque sus palabras y sus obras nos ennoblecen a todos.
Pensar en la herencia de King me recuerda que no es en absoluto la primera vez que nuestra sociedad se ha visto amargamente dividida y temerosa de un futuro incierto. Cuando lideró la Marcha sobre Washington de 1963 y pronunció su indeleble discurso «Tengo un sueño», muchos blancos del Sur, autoridades incluidas, seguían decididos a oponerse a la integración racial por cualquier medio necesario. Muchos estadounidenses negros estaban hartos, no dispuestos ya a esperar pacientemente a los derechos prometidos en la Constitución.
Estábamos acostumbrados a imágenes en televisión que ahora serían impactantes. Perros policía liberados contra manifestantes pacíficos. Columnas de humo saliendo de ciudades de todo el país tras el asesinato de King.
Como predijo, King no vivió para alcanzar la cumbre. Pero su dirección — y la de tantos otros en el movimiento de los derechos civiles — nos sitúa en una vía que cambió el país de formas que en tiempos parecían inimaginables. El racismo, el sexismo y todos los demás -ismos venenosos no han sido erradicados, pero han sido reducidos de forma drástica y marginados. Es difícil para los jóvenes creer que la discriminación flagrante — «No puede usted ocupar ese puesto de trabajo porque es negro» o «Voy a pagarle menos porque es una mujer» — soliera considerarse normal.
Hoy, el país sufre lo que considero una crisis de confianza. La globalización económica y los avances de la productividad han vaciado el sector industrial estadounidense, eliminando millones de puestos de trabajo obrero. Por primera vez, los padres tienen que preocuparse porque el estándar de vida de sus hijos descienda en lugar de mejorar. El cambio demográfico está a punto de convertir éste en un país sin mayoría blanca; hacia mediados de siglo, seremos un surtido cada vez más diverso de minorías étnicas y raciales — reunidas, aún más que en el pasado, en torno a los ideales de los documentos fundacionales del país.
Luchamos por superar la peor recesión en décadas. Estamos profundamente endeudados. La mayoría de nosotros convenimos en la necesidad de un mecanismo social de protección pero no en la forma de estructurarlo ni de financiarlo. Nuestro sistema político es esclerótico por no decir disfuncional. Las últimas elecciones no han dado lugar al consenso en torno a la forma de salir. Las próximas tampoco lo harán.
Me considero afortunado por ser capaz, cuando me siento pesimista a tenor de todo esto, de visitar el nuevo monumento a King abierto al público en octubre. La imponente estatua de King tiene vistas al Jefferson Memorial, distinguiendo al caballero cuyas enérgicas palabras tienen validez ahora para todos los estadounidenses, no solamente unos cuantos. Detrás de King queda el Lincoln Memorial, un tributo al líder que condujo a la nación a través de tiempos mucho más oscuros que los actuales.
La explanada que rodea a la estatua de King se abre al estanque como para poner de manifiesto la forma en que nuestro país, en su mejor forma, practica la posibilidad.
La primera vez que visité el monumento, me encontré con el ex senador de Virginia George Allen. ?l y yo discrepamos en casi todo — y puesto que vuelve a postularse a la administración, estoy seguro de que vamos a estar en bandos opuestos de muchas cuestiones. Pero una mañana cristalina, pudimos reunirnos, sorprendidos por la visión moral de King y humillados por su desafío: podemos ser mejores. Tenemos que ser mejores. Seremos mejores».
Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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