El colectivo Occupy Wall Street puede no ocupar ya el Zuccotti Park, pero se niega a ceder su lugar en el discurso nacional. De cerca, da la impresión de que el movimiento podría estar en pañales.
Los manifestantes protagonizaron una «jornada de acción» el jueves tras el desahucio de su acampada de dos meses de duración a principios de esta semana. La idea era, bueno, ocupar Wall Street en un sentido literal — clausurar el distrito financiero, durante la hora punta por lo menos.
En su mayor parte, no funcionó. Los accesos a unas cuantas líneas del metro quedaron bloqueados un tiempo y el tráfico fue más denso de lo habitual. Pero la policía se presentó preparada, levantando barreras que impidieron a los manifestantes aproximarse a su principal objetivo, la Bolsa de Nueva York. Los magos del intercambio pueden haberse visto hostigados o molestados, pero no se vieron frustrados.
Se produjeron algunos empujones, dando lugar a unas docenas de detenciones. Protestas coordinadas con la «jornada de acción» se registraron también en otras ciudades. No cambiaron el mundo.
¿Un fracaso estrepitoso? No, todo lo contrario.
La parte baja de Manhattan rebosaba no solamente de manifestantes y agentes de policía sino de periodistas de todo el mundo — y de turistas que querían ver de primera mano a qué venía todo el alboroto. Una pequeña concentración pacifista había sido amplificada hasta algo mucho mayor y más atractivo, no a través del número de participantes sino a través de la fuerza de su idea central.
Hay una idea central, a propósito: que nuestro sistema financiero ha sido pervertido para satisfacer los intereses de unos cuantos privilegiados a expensas de todos los demás.
¿Es esto cierto? Estoy convencido de que las pruebas dicen que lo es. Otros van a discrepar. Lo importante es que gracias al activismo de las protestas del colectivo Occupy Wall Street — por ingenuas y dispersas que fueran — las cuestiones de injusticia y desigualdad están siendo debatidas.
Es un debate que llevamos los últimos 30 años sin tener. En el caso de los políticos — y de aquellos que financian generosamente sus campañas — el debate es desestabilizador porque no respeta el alineamiento tradicional. Por ejemplo, los votantes blancos de clase obrera están se supone nerviosos por políticas Demócratas como la discriminación positiva y el control de armas. Se supone que no están indignados con los Republicanos por votar a favor de rescatar a los bancos y a continuación descartar frontalmente la idea de ayudar a los titulares de hipotecas de valor superior al de la casa.
La forma en que la gente experimenta la injusticia — el 1% de la cúspide frente al 99% restante — no tiene nada que ver con lo que opinen de la forma de limitar el aborto o prohibir las armas de asalto. No tiene nada que ver con que la gente crea que el racismo es cosa del pasado o un azote presente. La justicia no puede desecharse como una especie de primer paso hacia el socialismo, a menos que estemos dispuestos a reconocer que igualdad y capitalismo son fundamentalmente incompatibles. No me parece que sea el caso. A lo mejor a algunos de los detractores más expresivos del colectivo Occupy les gustaría discrepar.
En Midtown, a muchas manzanas de Zuccotti Park, los neoyorquinos reconocidamente hartos se mostraban impacientes por hablar de Occupy Wall Street. Entrando a la gente de forma aleatoria, me encontré mucho apoyo a la decisión del alcalde Michael Bloomberg de sacar las tiendas de campaña, los sacos de dormir y el resto de utensilios de un campamento permanente del parque. Pero también encontré gran acuerdo con los manifestantes — incluso si no todo el mundo tenía la misma idea de lo que decían exactamente los manifestantes.
«Sí, están diciendo un montón de tonterías, algunos», decía Ramón Henríquez, propietario de una empresa de limusinas rondando Central Park South al volante de uno de sus vehículos. «Algunos, cuando hacen lo del megáfono humano, dicen cosas socialistas. No me gusta nada en absoluto. Pero me gustaba lo que decían de los bancos».
Recordaba a un orador de Occupy que preguntaba lo que pasaría si cada titular de una hipoteca decidía saltarse una letra, metiendo el dinero en su lugar en un fondo — sólo para llamar la atención de los bancos. «Ya vio lo que pasó con la tasa de las tarjetas de crédito», decía, refiriéndose a la tentativa abandonada del Bank of America de sacar nuevos recursos a los titulares de las cuentas. «Escucharon porque tenían que escuchar».
Los otrora inquilinos del Zuccotti Park juran que no se van a ir a ningún lado — que volverán al parque de una forma u otra. Pero han hecho algo más importante: se han metido en la cabeza de la gente.
Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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