Gracias, George W. Bush y Dick Cheney, por abandonar vuestro paradero desconocido y seguro para recordarnos cómo llegamos a este desastre: no fue por accidente.
Lo importante no es lo que diga Bush en su entrevista con el National Geographic, ni las cuentas que Cheney trata de ajustar en sus memorias. Lo que importa es que al volver a la actualidad, ponen de relieve su trayectoria de decisiones legislativas tercamente erróneas que ayudaron a dejar al país en un estado paupérrimo y abatido.
Las preguntas relativas a si el Presidente Obama ha sido o no lo bastante combativo al negociar con la oposición Republicana — o lo suficientemente ambicioso al enmarcar su programa progresista — parecen triviales al considerarse en este contexto más general. Obama se enfrenta a problemas colosales que llevó años gestar. Su estilo presidencial es relevante en la medida en que mejora o empeora su eficacia, pero palidece más allá del contenido sustancial en general de lo que está tratando de lograr.
Fue la administración Bush, recordará usted, la que disparó la deuda nacional y estranguló la recaudación federal al extremo de la asfixia. Bush y Cheney decidieron librar dos conflictos bélicos sin ni siquiera presentar cuentas, y no digamos pagar. En lugar de subir los impuestos para financiar el coste de las campañas militares de Irak y Afganistán, Bush prefirió conservar privilegios fiscales irracionales e innecesarios.
Hasta la fecha, los conflictos y las bajadas tributarias han costado al Tesoro de cuatro a cinco billones de dólares. Con que Bush hubiera dejado en paz solamente los tipos del impuesto sobre la renta de las personas físicas, nadie aparte de Ron Paul hablaría de la deuda.
Mi intención no es atacar a Bush sino atacar su filosofía. Cuando hacía campaña por la Casa Blanca en el año 2000, el ejecutivo anticipaba un superávit proyectado de unos 6 billones a la próxima década. Bush decía repetidamente que creía que era demasiado y que quería rebajar el superávit — de ahí la primera de las dos grandes rebajas tributarias, en el año 2001.
Bush se estaba plegando al que se convertiría en el dogma Republicano y lo que se ha convertido a estas alturas en algo comparable a las Sagradas Escrituras: hay que bajar siempre los impuestos porque hay que matar de hambre al estado.
La formación atribuye esta regla de oro a Ronald Reagan — olvidando convenientemente que Reagan, durante sus ocho años de presidente, subió los impuestos 11 veces. Reagan a lo mejor creía en el gobierno limitado pero desde luego creía en el estado. Los Republicanos en la actualidad han pervertido la filosofía de Reagan en una especie de nihilismo antigobierno — una insistencia irresponsable y casi infantil en que las leyes básicas de las matemáticas se pueden suspender a voluntad.
La administración Bush también presionó para sacar adelante la política de liberalización de Reagan — ignorando, por ejemplo, a los críticos que decían que el pujante mercado de valores de respaldo hipotecario precisaba de mayor supervisión. Cuando estalló la crisis económica en el año 2008, Bush sí recuperó su fe en el estado lo bastante para reunir los 800.000 millones de dólares del rescate del Programa de Ayuda a Activos sin Liquidez TARP destinado a las instituciones bancarias. Pero no hizo uso de la presión de una batería de medidas de ayuda para imponer reformas que garantizaran que el sistema financiero trabajaba para la economía en lugar de ser al revés.
Frente a circunstancias semejantes, ¿reaccionaría en alguna medida la cúpula Republicana? ¿O es la opinión del partido que el papel adecuado del estado sería hacerse a un lado y contemplar derrumbarse el sistema económico mundial?
Es un interrogante importante. Hace sólo unas semanas, la mayoría Republicana en la Cámara amenazaba con dejar a Estados Unidos en mora a cuenta de sus obligaciones con la deuda soberana — un acto de partidismo antes impensable. Ahora todo se contempla.
La administración Bush llevó demasiado lejos la filosofía de asfixiar al estado y bajar los impuestos de Reagan. El Partido Republicano actual la lleva mucho más allá, al rígido absolutismo que resultaría cómico de no tener tanta repercusión.
Nos enfrentamos a un devastador paro. Muchos economistas conservadores se han unido al coro de los que piden gasto público a corto plazo por parte del gobierno federal como forma de elevar el crecimiento. Pero los Republicanos radicales ya no prestan atención a los economistas conservadores. La idea de los Republicanos de una cura para el cáncer sería cortar el gasto público y bajar drásticamente los impuestos.
Quizá tratan cínicamente de mantener la economía en cueros hasta el año que viene para perjudicar las posibilidades de reelección de Obama. Me temo que su fanatismo es sincero — que una de nuestras formaciones oficialistas ha perdido por completo la chaveta. Si es así, las cosas empeorarán antes de mejorar.
Que reaparezcan Bush y Cheney es el recordatorio de que hay que tomar perspectiva y ver a lo que se enfrenta Obama. Puede que desee darle manga ancha.