Que haya delgadas hebras de esperanza es bueno, pero no constituyen un plan. Tampoco justifican seguir derrochando vidas y recursos estadounidenses en el pozo sin fondo de Afganistán.
Ryan Crocker, el veterano diplomático candidato gracias al Presidente Obama a ser el próximo embajador estadounidense en Kabul, realizaba una evaluación realista de la guerra en testimonio el miércoles ante el Comité de Exteriores del Senado. En esto utilizo la palabra «realista» como sinónimo de «pesimista».
Avanzar es difícil, dijo Crocker, pero no es inútil.
No es inútil.
¿Qué demonios estamos haciendo? ¿Tenemos más de 100.000 efectivos destacados en Afganistán poniendo en peligro su vida y su integridad física, a un precio de 10.000 millones de dólares al mes, en busca de objetivos mal definidos cuyo logro se puede concebir, pero sólo un poco?
Los militaristas nos dicen que ahora más que nunca hemos de mantener el rumbo — que por fin, después de que Obama prácticamente triplicara las filas de tropas estadounidenses, estamos ganando. Quiero ser justo con este debate, de forma que permita que entre en profundidad en las explicaciones del embajador Crocker:
«Lo que hemos visto de primera mano con los efectivos adicionales y la iniciativa encaminada a llevar la lucha a los bastiones enemigos constituye, creo yo, progreso tangible en términos de seguridad sobre el terreno en el oeste y en sur. Esto tiene que cambiar progresivamente — y de nuevo, estamos siendo testigos de una transición de siete provincias y distritos al control afgano — al control afgano sostenible. De manera que me parece que ya se puede ver lo que tratamos de hacer — en una provincia tras otra, un distrito tras otro, sentar las condiciones en las que la administración pública afgana puede asentarse y permanecer firme».
El Senador Demócrata de Virginia Jim Webb, veterano de Vietnam y ex secretario de la marina, señalaba el defecto evidente de esta estrategia paulatina. «El terrorismo internacional – los conflictos de guerrillas en general — es intrínsecamente móvil», dijo. «De forma que garantizar un área concreta… no garantiza por fuerza que has reducido la capacidad de esa clase de fuerzas. Son móviles, se mueven».
Ello exigirá muchos efectivos más de las 100.000 tropas estadounidenses para ocupar con seguridad el país entero. Como apuntaba Webb, esto se traduce en que podemos acabar «jugando a aplastar al topo» mientras el enemigo sale de un escondite y se oculta en una zona que ya hemos pacificado.
Si nuestra intención, como decía Crocker, es «dejar atrás una administración pública lo bastante buena para garantizar que el país no vuelve a degenerar en refugio de al-Qaeda», entonces tenemos dos posibilidades: o no llegamos nunca a la meta, o llegamos ya.
Según el calendario de Obama, se supone que todos los efectivos estadounidenses han de estar fuera de Afganistán antes de 2014. ¿Será la administración pública afgana, acusadamente corrupta y frustrantemente errática, «lo bastante buena» dentro de tres años? ¿Habrá desterrado la sociedad afgana la pobreza, el analfabetismo y la desconfianza en la autoridad central que inevitablemente destruyen la legitimidad de cualquier régimen en Kabul? ¿Perseguirá obedientemente los objetivos estadounidenses el ejército afgano, con independencia de sus medios? ¿O decidirán sus intereses y actuarán en consecuencia los líderes militares y civiles del país?
Los Demócratas del Comité de Exteriores del Senado difundían un informe esta semana advirtiendo de que los casi 19.000 millones de dólares en ayuda exterior prestada a Afganistán a lo largo de la última década podrían acabar teniendo escaso impacto. «Los efectos secundarios de inyectar grandes cantidades de dinero en una zona de guerra no se pueden subestimar», afirma el informe.
El hecho es que en 2014 no habrá garantías. Tal vez nos parezca progresivamente menos probable que los talibanes puedan recuperar el poder e invitar a volver a al-Qaeda. Pero ese pequeño incremento de la seguridad no justifica la sangre y los recursos que habremos empleado de aquí a entonces.
Yo tengo una opinión diferente. Deberíamos declarar la victoria y marcharnos.
Quisimos deponer al régimen talibán, y lo hicimos. Queríamos instaurar una nueva administración que responda a sus electores en las urnas, y lo hicimos. Queríamos desmantelar la infraestructura de campamentos de entrenamiento y refugios de al-Qaeda, y lo hicimos. Queríamos matar o capturar a Osama bin Laden, y lo hicimos.
Aún así, afirman los militaristas, hemos de permanecer en Afganistán a causa de la peligrosa inestabilidad instalada a lo largo de la frontera con el nuclear Pakistán. Pero, ¿alguien se cree que la guerra en Afganistán ha hecho más estable a Pakistán? Puede que sea útil disponer de una cierta presencia militar estadounidense en la región. Esto se podría lograr, sin embargo, con muchos menos efectivos de las 100.000 tropas — y no estarían repartidas por el paraje afgano, inmersas en una dudosa tentativa de construcción de la identidad nacional.
La amenaza procedente de Afganistán se marchó. Traigamos las tropas a casa.
Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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