Richard Cohen – Washington. Con permiso del ensayista satírico Jonathan Swift, tengo una modesta propuesta propia. En lugar de que el gobierno obligue a que paquetes y cartones de tabaco muestren grandes avisos diseñados para impactar, escandalizar y por lo demás defender la idea de que fumar mata — una etiqueta colgando de un cadáver, por ejemplo — una fotografía de Louis C. Camilleri iría que ni pintada. Es el presidente y consejero delegado de Philip Morris International. Louis, a posar al salón.
Usted también, Richard Burrows, presidente de British American Tobacco, y Daniel M. Delen, consejero delegado de R.J. Reynolds. Ustedes caballeros también deberían ser famosos y distinguidos por su genialidad en la venta de un producto que provoca enfermedades y mata. No es algo que no pueda hacer un cualquiera — vender y comercializar sin aliento cuando la clientela se agolpa en la puerta o es demasiado joven para darse cuenta de que una calada por allí y una calada por allá, e inevitablemente se comparte un pitillo a medias con la parca. Estos caballeros no reciben ni la mitad de atención que merecen.
Siempre me ha maravillado que alguien pueda trabajar en el negocio del tabaco. No es que todos los estudios concuerden, ni que no se haya fallado un veredicto: fumar mata. El cáncer de pulmón se habrá cobrado alrededor de 157.000 vidas estadounidenses este año — buenas personas, gente agradable, gente como yo, en la práctica, que empieza a fumar para ser guay y luego termina siendo adicta. Todavía echo de menos el asunto, la sensación de ansiedad, la liberación virtualmente sexual de encender un pitillo, la nicotina provocando la liberación de una dosis de dopamina — centrando la mente, agitando los sentidos, ocupando las manos, tranquilizando, reconfortando, relajando. Mi amigo. Mi leal amigo. Mis cigarrillos. Temo el día en que me faltéis.
Ahora estos caballeros que me indujeron a subsidiar una enfermedad que aún puede matar — no hay acción legal posible contra comportamientos tan absurdos — están colonizando al resto del mundo. The New York Times nos informa de que en Indonesia «Los anuncios de tabaco se emiten en televisión y antes de las películas; las vallas publicitarias salpican las autopistas; las empresas atraen a los menores a través de conciertos y acontecimientos deportivos; personajes de dibujos animados adornan los paquetes; y las tiendas venden a menores» Indonesia recauda alrededor de 2.500 millones de dólares en distintos impuestos sólo a Philip Morris International.
No hay razón para que la gente responsable de vender el producto no sea más famosa. Cuando visiten la escuela de sus hijos, los chavales tendrían que poder señalarles y decir: «Ahí va el Señor Pellegrini (Matteo Pellegrini, presidente de Philip Morris Asia). Vende cigarrillos a menores». O, «Ahí está el Señor Orlowsky (Martin L. Orlowsky, consejero delegado de Lorillard). Fabrica cigarrillos que matan a montones de personas». Todos estos colegas tendrían que ser reconocibles en el centro comercial y en el club y, en especial, cuando visiten a cualquiera hospitalizado por casi cualquier enfermedad. El corazón, los pulmones, el estomago… incluso probablemente el Alzheimer — casi no hay región del cuerpo que el tabaco no afecte.
Se dice que «detrás de toda gran fortuna hay un delito». Esto no siempre es cierto ni es siempre cierto que mentir sea parte esencial del capitalismo. No es más que útil y normal, de manera que cuando un empresario promociona su producto como lo mejor con diferencia, le perdonamos su mentira piadosa o ni siquiera reparamos en ella. La amoralidad siniestra e insidiosa de llevar el negocio puede explicar el motivo de que no exijamos que los ejecutivos de las tabaqueras rindan cuentas de lo que hacen. Después de todo, ellos venden el único producto legal conocido por la humanidad que, si se utiliza según las instrucciones, puede hacerle escupir sangre a largo plazo y quedarse sin aire a corto. Por esto, están bien pagados.
Nosotros los ex fumadores somos un colectivo intolerante. Nos motiva la indignación y el arrepentimiento. Nos han engañado y machacado, mentido repetidamente y timado en nuestros años de juventud para seguir un rumbo que sólo podemos remediar en parte. Las mentiras de la industria del tabaco son legión, y prospera hoy gracias a que sus clientes son adictos. El sector debería de celebrar sus consejos en un callejón.
¿Qué tiene que decir entonces en su defensa Murray S. Kessler, presidente de Lorillard, o Paul Adams, director ejecutivo de British American Tobacco, o Walton T. Carpenter, veterano vicepresidente de R. J. Reynolds? ¿Por qué no poner sus caras en los paquetes de cigarrillos para poder ser identificados, reconocidos, señalados por lo que hacen y por cómo se ganan la vida — de manera que sus hijos puedan preguntarles el motivo de ver su foto cuando algún adolescente imprudente se enciende un pitillo a escondidas en el recreo? Sonrían, caballeros — y pongan su rostro al producto que les da su dinero.
Richard Cohen
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