Richard Cohen – Washington . «Los hechos son enemigo de la verdad» tuiteaba Don Quijote no hace tanto — y como quien quiere demostrar su idea, el Partido Demócrata liberaba en toda su chabacana gloria una andanada de datos en dirección al astutamente genial Michael Steele, secretario del Comité Nacional Republicano y casi con seguridad titular algún día del puesto que tiene reservado en el firmamento conservador de la televisión por cable. Al decir que la guerra en Afganistán es «una guerra elegida por Obama», durante un breve y brillante momento, estaba afirmando la verdad absoluta.Ese momento ha expirado. Steele ha rebajado el tono de sus críticas. Estas dudas nada características acompañaban a los mortificantes interrogantes en torno a su Republicanismo interior planteados por, entre otros, el Senador John McCain, el irritable Geppetto de Sarah Palin, que la creó a base de retales de principios y oportunismo rabioso. Steele tiene, sin embargo, sus propios principios, y anunciaba que no va a dimitir. «No me voy a ningún lado», decía. Y no se ha ido.
Por supuesto, Steele tenía razón desde el principio. Su verdad era la real, la que dice que ha transcurrido el tiempo suficiente para que la guerra de Afganistán pueda considerarse la guerra de Barack Obama. Empezó, como todos sabemos, bajo el ilustre George W. Bush, que a continuación se distrajo con todas esas armas de destrucción masiva en Irak y se perdió en un desvío hacia Bagdad. Pero éstos son simples detalles, escurridizos datos de los que no nos hace falta ocuparnos. La verdad es que Obama se encontró esta guerra en su puerta, la recogió, la cuidó y a continuación la escaló y la envolvió con su propia ropa: más efectivos, y aún más de camino.
Se puede apreciar que Steele pilló mal sus «datos». Es la forma en que la titularidad de la Guerra de Vietnam pasó de Lyndon Johnson a Richard Nixon, incluso si los dos carecían de cualquier fe en la causa – cualquiera que empezara siendo exactamente. Nixon, en la práctica, llegó a contar con un plan secreto para poner fin al conflicto y estaba des-escalando rabiosamente, vietnamizando a toda prisa y tratando ferozmente de distanciarse él y a la nación de la guerra. Aun así, cuando los manifestantes se congregaron en los exteriores de la Casa Blanca no fue para elogiar sus esfuerzos de paz, sino para denunciarle por belicista. La norma en todos estos casos parece bastante evidente: o se pone fin a la guerra o se asume como propia.
Como intuía Steele, Obama es titular hoy a regañadientes de la guerra de Afganistán. La ha apoyado con todo el entusiasmo del padre de la novia durante una boda de penalti. El presidente no es guerrero feliz – no tiene mucho de guerrero después de todo, siendo francos al respecto — por lo que sus colegas Demócratas han recurrido a la demagogia barata para devolver a patadas el conflicto a donde comenzó, la administración del súbitamente valorado George W. Bush. Con este objetivo, Brad Woodhouse, el portavoz del Partido Demócrata, acusaba a Steele de «apostar contra nuestras tropas y hacer causa por el fracaso en Afganistán» — una desagradable difamación por la que mi colega E.J. Dionne Jr. ya ha administrado un merecido correctivo.
Pero el despreciable Woodhouse es la prueba principal de la acusación en lo que, al echar la vista atrás, será considerado el exceso propagandístico de este conflicto concreto. La mención misma de las tropas, como las invocaciones de la palabra hueca «hincha» por parte de los artistas del timo del deporte profesional, es prueba de que se cuece algo desagradable. Una guerra que es correcta en sí misma, que es digna de forma incuestionable de las vidas de los estadounidenses, no tiene que ser promocionada o defendida de una forma tan miserable. Hubo incluso un poco de bombo en el testimonio del General David Petraeus durante su reciente turno estelar ante el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado. Tras afirmar que al-Qaeda se ha retirado a «las zonas tribales de Pakistán», explicaba que sin embargo tenemos que seguir luchando en Afganistán, donde, parafraseando al General, al-Qaeda ya no está. Su testimonio no fue gramaticalmente consistente. La realidad es que luchamos porque venimos luchando.
Steele ha pasado página. Había introducido verdad a traición entre el balbuceo partidista – lo que no es solamente un pecado, sino una maniobra profesional verdaderamente negativa. Sólo un secretario del Partido Republicano ha prosperado hasta alcanzar la Casa Blanca y ése fue George H. W. Bush, el funcionario público pluriempleado (presidente, vicepresidente, congresista, director de la CIA). Los tiempos han cambiado un horror; los medios anhelan su dosis de citas de casi todo el mundo, y Steele está impaciente por complacerles. Durante la vigencia de la información en el cable él entendió Afganistán como Dios manda y entonces, castigado por datos desfasados, se retractó. Una gloriosa carrera como trol de la red conservadora pendía de un hilo. Acertó de lleno con Afganistán, pero prefiere ser rico.
Richard Cohen
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