Hacia finales del año pasado, Jimmy Carter pidió disculpas por algunas de sus declaraciones muy duras acerca de Israel. En una «carta abierta a la comunidad judía» – y con la vaguedad que le precede — mencionaba airadamente las críticas que «estigmatizan a Israel», pero omitía su propia aportación: la insinuación de que Israel es, como la Sudáfrica racista de antaño, un estado «apartheid».
Carter utilizó el término en su libro «Palestine: Peace Not Apartheid». Se podría argumentar que pretendía colgar el sambenito sólo a Cisjordania, que de todas formas difícilmente se puede calificar de estado apartheid, pero de todos modos el uso del término era deliberadamente provocativo. Carter estaba haciendo un mal servicio a la lucha contra el racismo y lo sabía.
¿Qué se puede decir de los demás que aplican el término a Israel en general? No ha salido ninguna disculpa de ninguno de ellos – y tal como están las cosas, no se espera ninguna. El uso del término se ha convertido en algo cotidiano – busque en google «Israel y apartheid» y podrá ver que los dos están unidos en el ciberespacio, como el amor y el matrimonio lo están en una canción al menos. El significado es claro: Israel es un estado donde los derechos políticos y civiles son reconocidos en función de la raza y sólo de la raza. ?ste no es el caso.
El Israel actual y la Sudáfrica de ayer no tienen casi nada en común. En Sudáfrica, la población de la minoría blanca gobernaba con dureza a la mayoría negra de la población. A los que no eran blancos se les negaban los derechos civiles y en 1958, hasta se les privó de la ciudadanía. En contraste, los árabes israelíes, alrededor de una quinta parte del país, tienen los mismos derechos civiles y políticos que los judíos israelíes. Hay árabes ocupando escaños en la Knesset y realizando el servicio militar, aunque la mayor parte está exenta del servicio militar. Se llame como se llame — y se parece sospechosamente a una democracia liberal — no se le puede llamar apartheid.
Cisjordania, bajo gobierno militar más o menos, es harina de otro costal. Pero no es parte de territorio israelí soberano, y dentro de cada plan de paz inventado — incluyendo los propuestos por los gobiernos israelíes — la gran mayoría de ella vuelve a la Autoridad Palestina y se convierte en el corazón de un estado palestino.
Sin embargo, los críticos de Israel siguen vertiendo el calificativo de apartheid contra el Estado, cuando deben saber, o tienen que ser por obligación, que se trata de una calumnia. Curiosamente no lo aplican a Arabia Saudí, que tiene el sistema de apartheid de género más perfecto que cabe imaginar — las mujeres no pueden conducir, y no hablemos de votar — ni a ningún otro rincón del mundo árabe, donde los palestinos a veces tienen menos derechos que en Israel.
Un reciente artículo sobre Israel aparecido en el Financial Times emplea la palabra apartheid en varias ocasiones. Parte del tiempo parece aplicarlo a Cisjordania, pero otras veces lo aplica a territorio soberano de Israel. De cualquier manera, no hay por donde coger la cuestión. (Los problemas de seguridad no tienen su origen en el racismo). El autor de la columna es Henry Siegman, un feroz crítico de las políticas israelíes y antiguo director ejecutivo del American Jewish Congress, De manera que el antisemitismo no es un problema aquí — a primera vista. A veces la impaciencia puede conducir a la imprudencia.
Pero el antisemitismo no es tan fácil de descartar en el resto de casos. Esta es la «semana del apartheid israelí» en campus de todo el mundo, y está claro que lo que anima indignantemente a muchos de los manifestantes no son agravios legítimos, sino agravios imaginarios. Israel no está por encima de las críticas y los palestinos tienen su justificación, pero cuando esa justificación se construye a base de mentiras acerca del estado judío, no sólo supone un disfraz de la veterana cantinela antisemita totalmente falto de originalidad, también denigra a la causa de los palestinos. No necesitan mentir.
En cuanto a Israel, sus críticos no hacen nada bueno cuando expresan sus críticas a través de insultos. Años de este tipo de cosas han vuelto a Israel sordo a la crítica legítima y exasperado ante cualquier intento de encontrar defectos. Es por eso que Israel se negó a cooperar con el jurista sudafricano Richard Goldstone cuando, en nombre de las Naciones Unidas examinó presuntos crímenes de guerra. La ONU equiparó en tiempos el sionismo con el racismo. Después de eso es difícil preocuparse de lo piense la ONU.
En defensa de Carter hay que decir que ha debido de entender que una buena parte de su audiencia ha dejado de escuchar. Hizo bien en disculparse, mal en no haber sido más específico, y tardó en apreciar el daño que ha causado. Israel tiene sus fallos (nadie está libre de pecado), pero no está motivado por el racismo. Es más de lo que puede decirse de muchos de sus críticos.
Richard Cohen
© 2009, Washington Post Writers Group
Derechos de Internet para España reservados por radiocable.com