Richard Cohen – Washington. Se cumplen ocho años esta semana desde que saliera corriendo de mi oficina y me precipitara al Bajo Manhattan. Dos aviones se habían estrellado contra el World Trade Center — yo lo había visto en televisión — y cogí el metro, que llamativamente estaba funcionando y después, cuando ya no pude avanzar más, fui corriendo el resto del camino. De pronto, escuché un crujido — un sonido contundente mezcla del rugido de un trueno y el chasquido de un relámpago — y la persona que tenía al lado dijo, «Están estampando aviones,» pero el cielo estaba despejado y supe que una de las torres se había derrumbado. Me dije a mí mismo, «Os vamos a coger, bastardos,» pero me equivocaba. No los hemos cogido.
Ocho años han pasado, dos mandatos de moralismo Bush y el comienzo del pragmatismo Obama, y el hombre que ordenó el asesinato de estadounidenses en el Bajo Manhattan y los exteriores del Pentágono y en el avión que se estrelló en Pennsylvania sigue en su morada. Se ha convertido en motivo de burla en los programas de humor de la televisión — el asesino de estadounidenses como personaje asiduo, un cliché: sabes aquel que va Osama bin Laden y dice…
Bin Laden debe de estar muerto de risa. Ciertamente se reía en la grabación cuando explicaba a sus colegas la forma en la que había demolido las Torres Gemelas y en la que habían muerto los infieles. Se reía a carcajadas y también el resto de los ocupantes de la estancia. Pero yo estaba en la Zona Cero ese día, recogiendo trozos de papel, los restos de vidas muy ocupadas con lo mundano — la factura de la matrícula de una escuela privada, por ejemplo — y entonces quise, igual que quiero hoy, venganza por lo sucedido. Quiero la cabeza de Osama bin Laden.
Que esa venganza fuera mi primer pensamiento me sorprendió incluso entonces. No soy esa clase de persona. La venganza no parece encajar como tema de columna, ni de un columnista. Cuando hablamos de Afganistán, si quedarnos o marcharnos, si conservar los triunfos que tenemos o pedir carta, llegamos a todo tipo de explicaciones Metternichianas — pero nunca algo tan básico, tan crudo, como la venganza. La palabra suena a sed primitiva de sangre. Revuelve las tripas.
Y aun así venganza también sugiere una preocupación adecuada por los muertos. La gente que falleció el 11 de Septiembre no puede ser despreciada, borrada — como si no hubiera sido asesinada en un crimen gravísimo. No es sólo que bin Laden siga libre. También lo están los Talibanes que le protegieron y estuvieron junto a él tras el 11 de Septiembre. Esto no debería ser complicado: Los que matan estadounidenses tendrían que pagar lo que hacen. Es una buena política exterior.
También pensé en los muertos cuando Escocia liberó a Abdel Basset Ali al-Megrahi, el responsable de volar por los aires el vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie. Inevitablemente, la atención se centra en los afligidos, muchos de los cuales perdieron hijos que volvían de pasar las vacaciones en Europa. Pero la suya no es la única pérdida. Los muertos, después de todo, perdieron todo lo que tenían — toda esa promesa, todas las posibilidades, todo el amor, todo el éxito y sí, todo el dolor y el fracaso y también los quebraderos de cabeza. Imagino el momento cegador de la explosión y creo que ellos no quieren que lo olvide.
Es el mismo caso de John Demjanjuk, deportado a Alemania en mayo por crímenes cometidos presuntamente hace 65 años cuando era un guardia de un campo de concentración Nazi. El caballero tiene 89 años y uno tiene derecho a preguntar cuándo basta. Pero entonces también hay que preguntarse por sus presuntas víctimas y dudo que podamos — si pudiéramos — decirles que su momento ha pasado… y que sus muertes ya no importan.
Hay buenos motivos para permanecer en Afganistán. También hay buenas razones para marcharse. Estas cosas nunca son fáciles. Sería difícil dar la espalda a los progresistas afganos y las mujeres y todas las niñas que nunca tendrían una educación. Un Afganistán bajo control Talibán haría causa común con los elementos fundamentalistas de Pakistán, tanto civiles como militares. Los riesgos crecen entonces — todas esas cabezas nucleares, no sólo en Pakistán sino también en la vecina India. Marcharse de Afganistán da la sensación de cuando silbas por la noche. Da tanto miedo como quedarse.
Pero cuando nos marchemos — si nos marchamos — tendremos que reconocer que no sólo hemos roto nuestra promesa con los afganos que nos han apoyado — al contrario que nosotros, los Talibanes tendrán su venganza — sino también con los muertos del 11 de septiembre de 2001. Teníamos la actitud adecuada.
Lo sentimos.
Richard Cohen
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