Eugene Robinson – Washington. Que la nación esté tan conmovida por el fallecimiento de Edward Moore Kennedy demuestra su buen hacer, gracia y determinación en la interpretación de un papel que debe de haber sido infinitamente más difícil de lo que parece: el de príncipe nunca destinado a ser rey.
Ted Kennedy fue el menor de nueve hijos en una familia cuyo patriarca despiadado tenía la intención de levantar la dinastía de los Estados Unidos. El viejo titán empresarial Joseph Kennedy, fue rey. El hermano mayor de Ted, Jack, el atractivo presidente joven, fue rey. Los otros dos hermanos, Joe y Robert, estaban destinados al trono, pero perdieron la vida con gran antelación. Ted se postuló a la candidatura presidencial, pero con el aire de quien realmente no cree estar destinado a ganar. Era el hermano menor, el eterno príncipe.
Los príncipes llevan a menudo vidas que son difíciles, hasta en el contexto de la riqueza y los privilegios. Tienen que encontrar formas de evitar ser devorados por una ambición que nunca podrá ser retribuída. Algunos se convierten en sabios consejeros de los asuntos de estado; otros se convierten en vividores que se pierden entre las mujeres y el alcohol, los hay que desaparecen y se convierten en trotamundos que van por ahí navegando en velero o coleccionando mariposas o cosas así. Es justo decir que en varios momentos de su vida, Ted Kennedy intentó todas estas identidades.
La tarea más difícil del eterno príncipe es la construcción de una identidad genuina de la que estar orgulloso – una identidad que le permita llevar una vida con objetivos, significado y repercusión. Ted Kennedy logró esta hazaña al convertirse en el mayor Senador de nuestros tiempos y siendo la conciencia izquierdista de la nación en la administración.
De vez en cuando, la opinión generalizada no se equivoca básicamente. La narrativa generalmente sustentada es que Kennedy se encontró a sí mismo a través de la experiencia de la derrota. La opinión de consenso es que se postuló a presidente en 1980 sobre todo por sentido de la obligación, que protagonizó una campaña tan desorganizada y casi inconexa que casi parecía sabotearse sola, y que cuando perdió la candidatura Demócrata frente al titular Jimmy Carter se convirtió en un hombre libre, capaz por primera vez de encontrar su propia voz y trazar su propio camino.
Yo estaba en el Madison Square Garden – un joven reportero al que no se le escapaba nada, recibiendo una dosis de política nacional de primera mano – cuando Kennedy pronunció su electrizante discurso de reconocimiento de la derrota en la convención Demócrata de 1980.El famoso pasaje final, que hizo que se cayera el estadio, fue el manifiesto más conciso y poderoso que ninguna figura pública de este país ha pronunciado nunca:
«Para todos aquellos cuyas preocupaciones han sido nuestra preocupación, el trabajo continúa, la causa pervive, la esperanza perdura, y el sueño no morirá jamás.»
Son palabras estimulantes, y Kennedy pasó las tres décadas siguientes poniéndolas en práctica. En las poderosas cadencias de esa frase, adquiere compromisos concretos. Se comprometió a trabajar – lo que hizo, incansablemente, trasladando legislaciones de aquí para allá a través del pantano legislativo del Senado hasta sacarlas adelante. Se comprometió a no abandonar la causa – la agenda progresista de igualdad de oportunidades e igualdad ante la justicia. Se comprometió a mantener viva la esperanza – y nunca, ni siquiera en sus últimos meses, le traicionó un atisbo de desesperanza. Y prometió que el sueño perduraría – una visión de unos Estados Unidos a la altura de sus más elevados ideales, una América en la que aquellos que son menos afortunados y más necesitados no son olvidados.
Para entonces, Ted Kennedy ya había tenido un impacto monumental en su país – su trabajo en la reforma de las leyes de inmigración de la nación en 1965, literalmente, cambió el aspecto de la nación al cambiar el sistema de cuotas que había facilitado que vinieran los europeos a este país mientras hacía imposible traer un grupo reducido de inmigrantes de las partes del mundo donde la gente resultaba ser casualmente negra o marrón.
La causa de su vida, sin embargo, terminó siendo la sanidad – cambiar el sistema de racionamiento no reconocido en virtud del cual se prorratea la atención médica en función del poder adquisitivo del paciente. Hay quienes creen que si Kennedy no hubiera enfermado, la tentativa de reforma sanitaria del Presidente Obama hubiera salido adelante. Lo dudo, dada la estrategia del Partido Republicano de intransigencia y siembra de miedos.
Pero echaremos muchísimo de menos la claridad moral de Kennedy. A su juicio nuestro país tiene la responsabilidad de garantizar que cada americano tiene derecho a una atención médica asequible. Tal vez su vida como eterno príncipe le enseñó que la felicidad y la salvación residen en sacrificar el interés propio por el bien general.
Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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