Richard Cohen – Washington. Lo mismo da empezar por Judd Gregg porque, en cierto sentido, está en el ojo del huracán. La primera vez que me lo encontré estaba en New Hampshire, durante las primarias Republicanas de 2000, cuando entró como un vendaval en la cocina de un instituto a decirnos a otro periodista y a mí que lo que acabábamos de escuchar decir a George W. Bush en campaña no lo había dicho de verdad. Este hombre, pensé, tiene alma de señuelo.
Barack Obama, como todos sabemos, pensaba que Gregg tenía alma de ambidiestro político -el cero a la izquierda Republicano perfecto que podría ser, en aras de la gran causa del bipartidismo, su secretario de comercio. Gregg aceptó y a continuación, en un momento de cegadora intuición, se dio cuenta de que su integridad estaba en juego y de que ya no podía permanecer desidioso más. Tras numerosos avances informativos ??el nuevo estándar para medir el tiempo- él rechazó la oferta de Obama. Era, después de todo, el tipo que había conocido en la cocina.
El vuelco de Gregg era supuestamente un motivo de vergüenza para la nueva administración Obama -y supongo que lo es. Pero también es un momento de realismo, de claridad, de renegación profiláctica de toda la charlatanería obvia sobre bipartidismo- sobre lo perjudicial que es siempre y lo estúpido que es normalmente: jugar por jugar. Lo que ha demostrado Gregg es que la ideología importa, que las ideas cuentan, que las creencias dividen -y legítimamente- y que solamente podía llegar hasta allí y punto. Decidió ser fiel a sí mismo.
Más de lo mismo ha imperado desde la investidura. Los Republicanos del Congreso han hecho una piña contra el paquete de estímulo, igual que hicieron contra el rescate bancario original cuando se negaron a dar cabida al presidente de su propio partido, George W. Bush. Estos Republicanos están equivocados de medio a medio y la historia, estoy seguro, los pondrá en su lugar, pero no fueron elegidos por la historia y son impermeables a la mofa procedente de los de mi ramo. Vienen de distritos electorales conservadores y votan según sus electores quieren que voten. Eso es partidismo. Es también democracia.
El deseo de pensar que las diferencias políticas son prefabricadas y que pueden ser persuadidas de convertirse en consenso es conmovedor, pero poco realista. Obama ha aprendido esa lección en las últimas semanas y no se ha causado grandes daños. Los asuntos exteriores pueden ser harina de otro costal. Los iraníes o los norcoreanos e incluso ciertos militantes no son Republicanos con acento extraño. Sus diferencias, sus ideologías, están profundamente arraigadas y con frecuencia fundadas en la cultura.
Casualmente pienso que la disposición por parte de Obama a hablar con todo el mundo es algo bueno. Es algo claramente fresco descubrir en el absorbente próximo libro de James Mann acerca del final de la Guerra Fría, «La rebelión de de Ronald Reagan,? que algunas de las mismas personas que advierten ahora a Obama de no cargar demasiado las tintas hicieron la misma advertencia a Ronald Reagan con Mikhail Gorbachev. Se sentirá aliviado de saber que la experiencia no les ha vuelto humildes.
La realidad es real. No hay cantidad de la retórica sublime que vaya a cambiar la forma en que salen elegidos los miembros del Congreso. La mayor parte provienen de distritos electorales exquisitamente manipulados para favorecer a un partido, creados por ordenadores que podrían, si lo permitiera el buen gusto, dividir el lecho marital separando al marido de la esposa en caso de que fueran de partidos políticos distintos. Este sistema creó distritos electorales que con frecuencia son sólidamente progresistas o conservadores. El ordenador ha formateado el término medio.
La retórica acerca de los lobistas está igualmente desvinculada de la realidad. En primer lugar, no todos los lobistas son malos u holgazanes ni llevan mocasines Gucci. En segundo lugar, algunos de ellos realizan un servicio valioso. Ellos tienen sectores electorales a los que habría que escuchar. Pero, por último, el motivo de que los lobistas hayan alcanzado puestos de influencia supina en Washington es que proporcionan fondos de campaña. Mientras el pueblo estadounidense tolere un sistema en el que los miembros del Congreso tienen que mendigar de manera cotidiana fondos de campaña, los lobistas seguirán siendo excesivamente influyentes. Altere el sistema y los lobistas volverán a tener las mesas malas de los restaurantes de Washington.
Nada en absoluto de todo esto ha sido abordado por Obama -aún. ?l puede vetar a los lobistas de la Casa Blanca, tatuar una ??L? en sus frentes, privarles de sus derechos constitucionales o lo que es peor, de sus limusinas Lincoln, y los congresistas seguirán recibiéndoles en sus despachos de Congreso. Lo mismo sucede con todo este lamento sobre el bipartidismo. Es el producto del sistema tal como lo ingeniamos y lo toleramos. Como Obama ha descubierto recientemente, contra más no hace más que hablar de cambio, más están igual las cosas.
Richard Cohen
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