«En el día mundial para la eliminación de la violencia de género, lo único útil es no mirar en la dirección equivocada. En un principio atribuimos este problema a la marginalidad, luego a alguna dependencia, más tarde lo quisimos relacionar con el nivel de estudios, con la condición rural, con la edad provecta.
Pero, a medida que se acumulaban los casos y los datos, veíamos que la violencia machista se daba en hombres incultos y en cultos, en hombres viejos y jóvenes, de aldeas y de grandes ciudades, pobres y ricos. Más aún, se daba en países meridionales y septentrionales, bajo el sol mediterráneo y en los fríos escandinavos. Es decir, un problema de los hombres. La violencia contra las mujeres es un problema que tenemos los hombres, que duerme en algún rincón oculto de nuestro cerebro, un atavismo consagrado por miles de años de dominación, algo contra lo que hemos de luchar individual y colectivamente. Individualmente, en un proceso permanente de eliminación de los tics, los gestos, las formas leves de esa herencia. Es ese machismo menor, que muy a menudo creemos inofensivo, que vive pegado como una lapa en el lenguaje, en la publicidad, en los códigos sociales. Pero nos compete también una tarea colectiva: los hombres debemos movilizarnos contra los maltratadores, cercarlos, denunciarlos, ejercer una presión seria a escala familiar, de vecindario, de barrio, de ciudad, y ponernos en acción como colectivo para amparar a las mujeres indefensas. Los hombres tenemos que considerar a los maltratadores como nuestro problema, cosa que, lo sabemos muy bien, no hacemos hoy. Hoy, a lo más, nos acercamos al tema desde el plano solidario. Y no es asunto de complicidad sino de implicación, lejos desde luego de esa mirada facilona que espera las soluciones de un Gobierno y una ley. Nunca tuvimos un Gobierno más sensible a este tema, ni una ley elaborada con mayor unidad y convicción. Ya vemos que no es suficiente. Faltamos los hombres. Y falta tiempo, bastante tiempo.»