El artículo del periódico La Nación de Paraguay que tiene el triste mérito de ser, según Survival, el más racista del año es lamentable. Lamentable en la forma -lleno de insultos- y lamentable en el fondo, pues tiene una nula capacidad por aceptar en una sóla línea la raiz del problema. Al autor no le importan las causas, sólo las incómodas consecuencias para su modelo de vida. El progreso es, de nuevo, objeto de secuestro.
Resulta que pueblos enteros que viven desde hace miles de años en sus territorios, están siendo expulsados por compañías transnacionales que compran sus terrenos a gobiernos y a ilegítimos propietarios. Esto es algo que no ha cambiado demasiado en los últimos 500 años aunque ahora se hace de forma sutil. Por si acaso, insistiré en recordar que mis antepasados no viajaron a América ni esclavizaron a ningún indígena. Así que sugiero al autor que revise sus propias raices por si descubre la sangre de los indígenas a los que insulta o, mucho peor, la sangre de quienes los masacraban impunemente en el mismo nombre del progreso que él ha evocado.
A ninguna de estas expoliadoras empresas, terratenientes o periodistas de la miseria, les importa que esas tierras ya tuvieran habitantes. A nadie parece importar tampoco el destino de esas familias, madres, padres, abuelos y crios, que son empujados bosque arriba, si tienen suerte, a lugares en las que ya viven otras personas, convirtiéndose en apátridas en su propia tierra. El gobierno de Paraguay se comprometió a reacomodar en nuevos espacios a quienes sufrieran esa persecución. Una promesa estúpida habida cuenta de que hogares ya tenían, y les han sido robados, pero una promesa incumplida, en todo caso.
Los indígenas son víctimas de todos: del gobierno que les ignora, de las multinacionales y de los terratenientes que les desalojan y les explotan. Tanto es así que, a estas alturas de la historia, los indígenas son hoy víctimas incluso de evangelistas y otros grupos religiosos que empujan a las comunidades a enfrentarse violentamente entre ellas para conseguir vocaciones, obligándoles, como no, a renunciar a su pasado.
La incapacidad de quienes vivimos en el mundo supuestamente desarrollado no ya por detener, sino por imaginarse siquiera en una situación parecida es simplemente deplorable. La responsabilidad de los periódicos debería ser no contribuir a ello.